Si de algo puede presumir Terrence Malick o si hay algo que merece señalar en su obra, pues probablemente le importa bien poco presumir de nada, es que nunca deja indiferente: siempre hay en sus películas un arrebato singular, un desahogo de lirismo, un meditado empleo de la cámara, la luz y el color (por supuesto, también el encuadre), lo que conduce su obra, hasta ahora escasa, a provocar adhesiones incondicionales, no muchas, todo hay que decirlo, junto con un buen repertorio de gentes que acuden a los más variados denuestos para calificar su trabajo, sin olvidar, ni mucho menos, los diez o doce que a mitad de película, más o menos, se levantan hartos de, según ellos, no entender nada. Son quienes gustan de que todo se les de bien masticado, de la manera más simple posible, para no tener que esforzarse en pensar. Ocurre siempre con sus películas y To the wonder (Terrence Malick, 2012) no es una excepción. Quienes se paran a pensar un poco en el título, correctamente respetado en su proyección española, pueden encontrar la respuesta ahí mismo: esta una invitación a los sueños, a la imaginación, a la fantasía. Como corresponde a una historia de factura moderna, podemos encontrar algunas dificultades para dilucidar los diferentes tiempos de la narración e incluso las variadas localizaciones. A partir de ahí, todo depende de la capacidad de acercamiento que uno tenga a una historia que pronto deviene en una sucesión de situaciones absurdas, sin que el pretendido esquema argumental que difunde la productora ayude mucho a comprender lo que está pasado, porque lejos de asistir a un supuesto triángulo amoroso, aquí hay solo una historia de pareja e, incluso, si apuramos el relato, sólo de una mujer, depresiva, insatisfecha, atormentada, en busca de nadie sabe qué y por ello mismo haciendo cosas absurdas, totalmente fuera de lugar, como irse a la cama con un desconocido que, además, carece de cualquier atractivo físico. Malick actúa con hermetismo consciente, enhebrando situaciones aisladas, dispersas en el tiempo y el espacio, para seguir los pasos de esa mujer desconcertada (Olga Kurylenko) y, de añadidura, los de su pareja masculina, un sujeto silencioso, de quien se nos dice que es escritor aunque durante la película no mueve una letra para escribir algo y que asiste en pleno desconcierto a las evoluciones mentales y sentimentales de su pareja, hasta perderla por completo sin acertar a hacer el movimiento que supuestamente debería retenerla. Pero todo ello es indiferente ante lo que realmente importa a Malick, que es la estética del relato, preciosista en exceso, calculada al milímetro, buscando y rebuscando el encuadre y el hallazgo cromático que nos haga gozar del placer de ver una película bellísima, aunque pensemos, y salgamos pensando, que ha sido una banalidad, una pérdida de tiempo. Valoración en la que se incluye el absurdo papel de Javier Bardem, pretendido cura Quijano consejero de la pareja (otra de las estúpidas afirmaciones del bosquejo argumental) que pasa de un lado a otro de la pantalla desgranando una filosofía personal barata sobre sus propias dudas y la insatisfacción de mantener una vida perdida. Difícil película, la de Malick, pero tan fascinante como todo lo que de inaprensible cruza por nuestras vidas.
José Luis Muñoz. Una visión permanente sobre las circunstancias de la vida cultural en Cuenca, comentada con espíritu comprensivo y un punto crítico. Literatura, arte, patrimonio, cuestiones cotidianas, a través de la mirada de un veterano periodista.
jueves, 28 de noviembre de 2013
AMORES ILUSOS (TO THE WONDER)
Si de algo puede presumir Terrence Malick o si hay algo que merece señalar en su obra, pues probablemente le importa bien poco presumir de nada, es que nunca deja indiferente: siempre hay en sus películas un arrebato singular, un desahogo de lirismo, un meditado empleo de la cámara, la luz y el color (por supuesto, también el encuadre), lo que conduce su obra, hasta ahora escasa, a provocar adhesiones incondicionales, no muchas, todo hay que decirlo, junto con un buen repertorio de gentes que acuden a los más variados denuestos para calificar su trabajo, sin olvidar, ni mucho menos, los diez o doce que a mitad de película, más o menos, se levantan hartos de, según ellos, no entender nada. Son quienes gustan de que todo se les de bien masticado, de la manera más simple posible, para no tener que esforzarse en pensar. Ocurre siempre con sus películas y To the wonder (Terrence Malick, 2012) no es una excepción. Quienes se paran a pensar un poco en el título, correctamente respetado en su proyección española, pueden encontrar la respuesta ahí mismo: esta una invitación a los sueños, a la imaginación, a la fantasía. Como corresponde a una historia de factura moderna, podemos encontrar algunas dificultades para dilucidar los diferentes tiempos de la narración e incluso las variadas localizaciones. A partir de ahí, todo depende de la capacidad de acercamiento que uno tenga a una historia que pronto deviene en una sucesión de situaciones absurdas, sin que el pretendido esquema argumental que difunde la productora ayude mucho a comprender lo que está pasado, porque lejos de asistir a un supuesto triángulo amoroso, aquí hay solo una historia de pareja e, incluso, si apuramos el relato, sólo de una mujer, depresiva, insatisfecha, atormentada, en busca de nadie sabe qué y por ello mismo haciendo cosas absurdas, totalmente fuera de lugar, como irse a la cama con un desconocido que, además, carece de cualquier atractivo físico. Malick actúa con hermetismo consciente, enhebrando situaciones aisladas, dispersas en el tiempo y el espacio, para seguir los pasos de esa mujer desconcertada (Olga Kurylenko) y, de añadidura, los de su pareja masculina, un sujeto silencioso, de quien se nos dice que es escritor aunque durante la película no mueve una letra para escribir algo y que asiste en pleno desconcierto a las evoluciones mentales y sentimentales de su pareja, hasta perderla por completo sin acertar a hacer el movimiento que supuestamente debería retenerla. Pero todo ello es indiferente ante lo que realmente importa a Malick, que es la estética del relato, preciosista en exceso, calculada al milímetro, buscando y rebuscando el encuadre y el hallazgo cromático que nos haga gozar del placer de ver una película bellísima, aunque pensemos, y salgamos pensando, que ha sido una banalidad, una pérdida de tiempo. Valoración en la que se incluye el absurdo papel de Javier Bardem, pretendido cura Quijano consejero de la pareja (otra de las estúpidas afirmaciones del bosquejo argumental) que pasa de un lado a otro de la pantalla desgranando una filosofía personal barata sobre sus propias dudas y la insatisfacción de mantener una vida perdida. Difícil película, la de Malick, pero tan fascinante como todo lo que de inaprensible cruza por nuestras vidas.
lunes, 25 de noviembre de 2013
VIGENCIA DEL GRAN SHAKESPEARE
Medita hoy
Raúl del Pozo, en uno de esos momentos en que se muestra singularmente lúcido,
en su artículo de El Mundo, sobre
este tiempo sorprendente que nos ha tocado vivir en que la mentira campa por
sus respetos y salta cada día a las pantallas de los televisores, a las ondas
de las radios, a las páginas de los periódicos, difundiéndose como si
estuvieran adornadas del aroma de la verdad. Quienes, como Raúl y yo, tenemos
edad para recordar viejos principios juveniles aprendidos en la escuela (aunque
él eso no lo menciona), debemos realmente sentirnos desconcertados, no solo
porque decir mentiras era pecado (asunto completamente olvidado y tampoco está
mal) sino porque aprehendíamos unos valores vinculados con la verdad y con ella
por delante plantábamos cara a los padres, los profesores, los amigos e incluso
los desconocidos y si alguien era pillado dejando caer una mentirijillas,
aunque fuese liviana, las miradas de los demás caían sobre él como si fuera un
delincuente avieso. Y en esa meditación sobre el tema que traigo hoy aquí,
apunta el articulista, también con acierto, en la vigencia que alcanzan sobre
las tablas de los escenarios los personajes creados por William Shakespeare,
aquel monstruo de la creatividad dramática que debería estar ya condenado al
olvido, por haber sido superado con creces por situaciones actuales pero al
que, sin embargo, hay que seguir recurriendo de manera constante. Yo mismo acudí
el otro día en Valencia a una representación de Otelo, que es un auténtico monumento a la mentira. Todos mienten,
engañan, traicionan, menos la infeliz Desdémona que grita continuamente su
inocencia, sin conseguir ser creída. Probablemente si se hubiera inventado una
falsedad, reconociendo una culpa inexistente, habría salvado la vida, como
pretendían conseguir los inquisidores (por cierto, contemporáneos del
dramaturgo inglés), empeñados en martirizar a sus víctimas con la obsesión de
conseguir de ellos una confesión de culpabilidad, importándoles un cuerno que
tal cosa fuera verdad o mentira, con tal de conseguir un triunfo sobre la
voluntad del reo. En torno a la pareja central pululan criados, soldados,
ayudantes, políticos, jerifaltes, urdiendo una trama demencial y perversa. En
el mundo de Shakespeare, maestro en la urdimbre de los sentimientos humanos,
toman forma dramática el amplio muestrario de las miserias humanas, la
venganza, los celos, el deshonor, la infamia, pero sobre todo la mentira, el
gran argumento palpable en Hamlet, en
El rey Lear, incluso en la
aparentemente más dulcificada Romeo y
Julieta. Por eso Shakespeare está de modo, por eso continuamos viéndolo y
buscándolo, porque ningún otro dramaturgo contemporáneo, español añado, es
capaz de montar sobre un escenario una urdimbre semejante, capaz de recrear el
gigantesco embuste que la tropa de políticos de todo signo, pero en especial
gubernamentales, están representando diariamente. (En la imagen, el Otelo de Orson Welles).
domingo, 24 de noviembre de 2013
TABLAS PARA NÁUFRAGOS
En el otoñal (por no decir frío) ambiente de la iglesia de
San Miguel, los ánimos se calientan al compás de los versos. Desde el
escenario, habitual receptáculo de músicos y músicas, el ritual se cumple
respetuosamente, fiel a normas clásicas heredadas, transmitidas, de generación
en generación. El poeta o la poeta cubre su turno, acaricia las páginas, unas
inéditas, con el aroma de lo nuevo, lo nunca oído o leído, otras extraídas de
textos ya antiguos, conocidas, unas y otras surgidas con mimo de labios que
sienten el temblor de participar en una experiencia intensa, siempre diferente.
Entre las sillas, sustitutas ahora de aquellos vetustos y ceremoniosos bancos
eclesiales que durante décadas ofrecieron soporte a espaldas y traseras de los
humanos oyentes, flota un amable silencioso, respetuoso, atento. Ni siquiera
hay en este caso ese impertinente móvil que de manera inevitable (¿por qué
inevitable?) surge ya siempre en cualquier ocasión semejante. El templo ya
desacralizado cumple perfectamente también ahora su antiguo papel, transformada
la función inicial en esta otra, literaria. Quienes estamos allí asumimos el
lema de la invitación: nos sentimos náufragos zarandeados, quizá aupados en una
pequeña isla desierta, quizá aferrados a un tronco misteriosamente flotante
entre aguas turbulentas. Poesía para náufragos titulan los organizadores a esta
cita conquense que acaba de cumplir su segundo y mágico aniversario. Los versos
fluyen, en las voces de sus propios autores, quienes parieron estas ideas
íntimas, hechas poesía, soporte para los desánimos, estímulo para optimistas,
si es que aún quedan gentes de esta especie en un mundo que parece incitarnos
constantemente a la desesperanza. Entre las sobrias y potentes columnas de San
Miguel, acariciando la elegante bóveda renacentista, las palabras se
entremezclan, sustituyendo unas a otras para enhebrar, todas juntas, el
misterioso aliento de la belleza. Hay versos de resonancias clásicas, otros
aparecen envueltos en sentimientos románticos, los hay rompedores, abruptos,
como latigazos en conciencias descreídas, palabras que salen del fondo del
diccionario para mostrar un concepto no recogido en las definiciones
académicas. El espectador, el oyente, se deja envolver por las palabras,
pensando que a él también le hubiera gustado escribir algunas semejantes,
sentir el impulso mágico del ritmo y el sentido vital de los versos. Como un
náufrago más, como los demás náufragos de este día, la poesía llega a Cuenca
para servirnos de tabla de salvación.
GENEROSIDAD CALLEJERA
IMÁGENES DE UNA CIUDAD (1)
Tal como
está organizado el mundo moderno nuestras viviendas necesitan de varios
instrumentos auxiliares llamados a hacernos la vida más cómoda. Algunos de
ellos son dominantes: el agua, la electricidad, el alcantarillado y el teléfono,
a los que últimamente (en lugares privilegiados) se va uniendo uno nuevo, el
gas. Teóricamente, circulan por el subsuelo, bajo nuestros pies, sin poder
verlos, sentirlos, oírlos ni olerlos, surgiendo a la superficie visual cuando
es preciso conectarlos a las viviendas. Como los seres humanos son listísimos,
hace tiempo descubrieron que hay una fórmula muy práctica para que el sistema
funcione correctamente: se unen todas las conducciones en una
sola y así se molesta lo menos posible. Ninguno de esos seres listísimos ha
debido recalar en Cuenca y por eso los que hay aquí no saben cómo se resuelven
estas minucias en otros lugares del mundo. Los alcaldes y concejales sí lo
saben, porque lo han dicho muchas veces y yo mismo los he oído: vamos a
canalizar todas las conducciones por el subsuelo para no deteriorar el
pavimento del casco antiguo ni su imagen. Eso han dicho, doy fe y escrito está.
Para demostrar que del dicho al hecho hay algo más que un buen trecho, aquí está
este minúsculo fragmento de la Ronda de Julián Romero, en el que prácticamente
no hay viviendas (sola la trasera de un hotel) pero en el que se acumulan 23,
he dicho bien, 23 tapas de registros variados, formando un sugerente mosaico de
necedades urbanísticas, con cuya absurda visión se entretienen algunos turistas
mientras comentan jocosamente algunas observaciones sobre la bien que la ciudad
de Cuenca conserva su casco antiguo. Y si a alguien este ejemplo no le parece suficiente ni representativo, vaya a ver otro similar: la calle del Colmillo, justo al lado del Ayuntamiento y a un paso de la Plaza Mayor. Verán qué bonito espectáculo.
lunes, 4 de noviembre de 2013
OTRA MUJER, OTRA LÁPIDA
Es como una
lotería. Los números, criminales, sangrientos, crueles, van cayendo aquí o
allá, según toca actuar al descerebrado que en algún lugar siente la llamada de
una ira irrazonable que va más allá de toda comprensión. No parece haber forma
de parar esta cadena. Y ahora, en ese reparto de la suerte desgraciada, el
premio gordo ha caído en un pueblo de Cuenca, Villanueva de la Jara, donde este
fin de semana se ha vivido el rutinario repertorio de dolor y lamentos, con la
no menos rutinaria panoplia de comentarios: nadie se lo esperaba, no habíamos
oído nada, no había denuncias, todo parecía normal… Como en las mejores
familias. Pero la muerta ahí está, muerta y enterrada. El presunto se quiso
matar y, como suele suceder, no acertó y sigue vivo. Qué rara habilidad tienen
estos suicidas, que casi nunca aciertan. Y ahí sigue, como presunto asesino,
porque en estos casos siempre hay un presunto: felices tiempos aquellos en que
los periódicos daban los nombres completos, de víctimas y criminales pero
claro, entonces no había libertad de expresión ni de prensa y por eso se podían
decir las cosas así, llanamente y a lo derecho. Como ahora hay libertad de
todo, los nombres no se escriben y los criminales pasan a la categoría de
presuntos, con todas las garantías legales. Menos a la muerta, que no se le
garantizó ningún derecho, ni siquiera el más simple, el de poder vivir. Unámonos,
pues, compañeros y colegas de humanas experiencias, en el lamento solidario por
este suceso que nos ha tocado a los conquenses. Y espero que quienes hace años
tuvieron la ingeniosa idea de promover una especie de graffiti en una tapia de
la calle Colón, esquina a San Agustín, para ir formando una galería simbólica
con lápidas de mujeres muertas, la continúen (porque la idea se detuvo en 2012
y desde entonces ha seguido lloviendo) añadiendo ahora esta otra que nos llega
tan de cerca. Al menos para que, viéndola, no se nos olvide esta calamidad.
sábado, 2 de noviembre de 2013
EL SUEÑO DE UN ALFARERO
Me detengo,
con alguna frecuencia, ante la fachada principal del que fue alfar de Pedro
Mercedes. Lo hago siempre que paso por allí, paseando por un lugar que me
resulta de los más sugerentes de esta ciudad, con el río a un lado, apenas
entrevisto desde la calle, la sombra protectora del cerro a otro y las callejas
del barrio de San Antón adivinadas, perdiéndose en el revoltijo de rincones,
subidas y bajas que forman el entramado urbano. En ese recodo, la galería y el
letrero, cada vez más borroso, que recuerda la presencia del taller alfarero,
con una abundante vegetación a su alrededor, viene a ser como un oasis ajeno a
los ruidos de los coches o al rumor de las personas.
Cinco años
hace ya, más o menos, de la muerte de Pedro Mercedes y aún recuerdo, con una
gran viveza, la última visita que le hice, la postrera conversación, las fotos
ya definitivas. En sus palabras latía, como siempre desde mucho antes, la
preocupación por el destino del alfar, para el que acariciaba el proyecto de su
conservación, como ejemplo aún resistente de las viejas técnicas que él como
nadie acertó a ejercitar. Había recibido ya promesas, con suficientes
garantías, de quienes entonces estaban en las cumbres del poder, que él
aceptaba y creía, convencido de que quizá podría tener vida suficiente para
verlas convertidas en realidad o al menos en sus inicios.
No fue así,
desde luego, como todos podíamos sospechar entonces y no lo ha sido tampoco más
tarde, en los lentos meses que van pasando orlados de nuevas declaraciones,
firmas de acuerdo, palabras beneméritas que intentan repartir a diestro y
siniestro el consuelo de que algo podrá hacerse, no se sabe bien cuándo ni
cómo, porque las argumentaciones, las justificaciones, ya se agotan. Ahora
vuelven a sonar voces preocupadas; surgen desde el mismo corazón del barrio al
que Pedro estuvo ligado toda su vida y advierten de que el alfar, como ocurre
siempre en todas las viviendas que pasan más tiempo cerradas que abiertas,
amenaza ya situaciones de claro deterioro. Si en esta ciudad las cosas fueran
como deberían ser, no habría que levantar voces de alarma ni que escribir
artículos quejumbrosos, porque todo iría como la seda, con puntualidad y
eficacia, desde un convencimiento pleno de que el patrimonio es cuestión vital
para la supervivencia de una comunidad y no debería perderse de ninguna manera.
Contemplo,
una vez más, mientras escribo, la bonita imagen del alfar y sigo pensando en la
belleza del proyecto tantas veces enunciado, a la vez que pienso si el edificio
seguirá todavía en pie cuando llegue la hora de que empiece a ser realizado
aquel viejo proyecto que recogía el reposado sueño de un alfarero que esperaba
pacientemente la llegada de la muerte.
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