viernes, 28 de marzo de 2014

ANDAMIOS EN LA CATEDRAL


            ¡Ya llegó la hora, al fin la van a terminar! decía, entre escéptico e ilusionado un veterano paseante de la Plaza Mayor de Cuenca, mientras contemplaba el despliegue de andamios cubriendo la fachada de la catedral. Por un momento, quienes estaban cerca llegaron a compartir esa impresión e incluso comenzaron a especular abiertamente sobre las circunstancias de lo que estaban viendo. No faltó, como siempre sucede, la voz serena y rotunda que devuelve a los seres humanos a la realidad de cada momento. Y de esa forma el sueño se desvaneció tan rápidamente como había llegado. No, no están terminando la fachada de la catedral (cosa que no se verá en esta generación ni en otras muchas de las que vendrán detrás). Todo es mucho más sencillo, más prosaico. Hay, sí, un despliegue de andamios, un gran tapiz metálico protegiendo el sector delantero del edificio, obreros haciendo volantines por las alturas pero todo ello con una finalidad concreta: reformar el trazado de los canalones que vierten las aguas recogidas en la cubierta para dirigirlas hacia la parte lateral del edificio, en la calle Obispo Valero y sustituir las gárgolas que se han ido cayendo estos años, la última hace pocos días. Cuatro había y solo una queda ahora en su sitio. Cuando terminen estas maniobras, volverán a estar las cuatro, recompuestas y renovadas, marcando con su silenciosa presencia el carácter medieval que corresponde al vetusto aunque hermoso templo catedralicio. En cuanto a la fachada… como decía el obispo Guerra Campos, más vale dejarla como está. Por si acaso es peor el remedio que la enfermedad parecía querer insinuar el prelado aunque nunca lo dijo expresamente. Y es que quizá haya que aceptar que a la catedral de Cuenca, esa imagen de obra inconclusa provoca, sí, el desconcierto en el espectador, pero también le proporciona una singular personalidad. Pues quien no se consuela es porque no quiere.

jueves, 27 de marzo de 2014

LUNA DE MIEL EN UÑA



            En un pequeño (y hermoso) pueblecito de la Serranía de Cuenca, bajo la protección de una poderosa cadena de riscas y junto al rumor acariciador de una singular laguna natural, Adolfo Suárez y Amparo Illana vivieron su luna de miel. Se casaron el 15 de julio de 1961. Él era entonces jefe del gabinete técnico del vicesecretario general del Movimiento, Fernando Herrero Tejedor, el hombre que le fue ayudando a dar un paso tras otro en la escala de responsabilidades, unas políticas y otras administrativas, y al que sucedió, cuando murió en 1975, como ministro secretario general, el último que ocupó este puesto en vida de Franco, cuyo organigrama desencuadernó a la muerte del dictador, para encabezar audazmente la transición hacia la democracia. Pero en aquel lejano 1961, Adolfo Suárez era una de las cabezas más jóvenes y, a la vez, más prometedoras, del sistema político ensamblado por el régimen del caudillo y en él hizo amistad con un pintor ya consagrado nacido en Cuenca, Luis Roibal, incardinado ya entonces en el pueblo de Uña y que en esos momentos estaba a cargo del gabinete de estudios del ministerio de Trabajo. Fue esa relación amistosa la que propició que la joven pareja de recién casados hiciera una etapa en Cuenca, atraída por una ocasión que resultaba entonces excepcional: una suelta de ciervos en la Serranía, donde se estaba preparando el parque cinegético de El Hosquillo. Y de esta manera, Adolfo y Amparo llegaron a Uña, todavía sin ninguna parafernalia oficial, puesto que él aún ocupaba un puesto muy discreto dentro de la jerarquía del régimen y se alojaron en la casa de Luis Roibal, en la plaza del pueblo. Al día siguiente, como estaba previsto, se llevó a cabo la excursión por los montes cercanos, acariciados por el tránsito siempre encantador del río Júcar, para asistir en directo al espectáculo de la naturaleza en todo su esplendor, con el retorno de los cérvidos a aquellos parajes que en tiempos históricos habían sido suyos y que ahora se encontraban completamente desocupados de vida animal salvaje, entonces en trance recuperación. La excursión por los parajes serranos conquenses culminó con una caldereta de cordero. Al día siguiente, los recién casados siguieron su viaje hacia Valencia para embarcar rumbo a la isla de Ibiza y continuar así la luna de miel que habían iniciado en un recoleto y amable rincón de la Serranía de Cuenca.

 José Luis Muñoz

Autorizada la libre reproducción de este artículo citando su origen y el autor.

martes, 25 de marzo de 2014

LA MUERTE EN DIRECTO




        No es frecuente que se nos anuncie, con algunos días de anticipación, la muerte de alguien. Sobre todo teniendo en cuenta que, como es cosa sabida (y los poetas, con Jorge Manrique en lugar prioritario se han encargado de repetirlo) que la llegada de la poderosa señora se puede producir en cualquier momento, siempre tan callando, sin advertir nunca por adelantado cual será el momento exacto, el segundo preciso, en que se produzca el hecho dramático del tránsito desde el mundo real al de las sombras. Lo sucedido con Adolfo Suárez, la advertencia familiar de que estaba llegando su hora definitiva, tiene por ello algo de sorpresa, el ingrediente de lo insólito, con el añadido morboso de lanzarse todos los medios sobre el todavía no cadáver para analizar su vida y su obra como si ya estuviera realmente muerto, provocando así algún tipo de desazón interior e incluso una hipótesis casi imposible, aunque en realidad posible: podría haber resistido, podría seguir sobreviviendo, vegetando, si se quiere, muchos más días e incluso meses. Ejemplos hay de sobra en la antología de sucesos humanos, situaciones de coma irreversible que al cabo de los años deriva en una recuperación total o casos más cercanos, el de Michael Schumacher, por ejemplo, por cuya salvación nadie daba un euro después del accidente y sin embargo, ahí sigue, resistiendo, aunque ya no se hable de él ni de su estado de salud. Finalmente, la muerte de Adolfo Suárez se ha producido con rapidez, limpieza y elegancia. Nada que ver con aquella otra del caudillo Franco, cuyos médicos, en un exceso de crueldad alentada por su yerno, prolongaron el sufrimiento durante cuarenta días, buscando quizá una inaudita prolongación de la vida hasta el infinito, en una sucesión de monótonos partes firmados por el equipo médico habitual cuyo vacío contenido solo sirvió para ir diluyendo progresivamente el interés popular y el espacio destinado al suceso en los periódicos, pues no es posible mantener una noticia en primera página y posición destacada durante cuarenta días. Mientras escribo estas líneas, miles de personas desfilan en el ahora denostado Congreso de los diputados y por todas partes llueven sobre el que fue presidente de este país los comentarios y los elogios. Los emiten incluso quienes ayudaron a derribarlo, dentro de su partido y desde fuera. Así es la naturaleza humana y no hay que sorprenderse de ello. Al final, como suelen decir los chascarrillos de los clásicos, la historia pone a cada cual en su sitio. El de Adolfo Suárez, parece evidente, va ser un espacio destacado, un auténtico referente en la construcción de este país, cosa importante a valorar en tiempos en que se acumulan quienes aspiran a destruirlo. Como recuerdo final, del viejo archivo de Gaceta Conquense extraigo esta foto de José Luis Pinós en que se le ve en la que fue una de sus últimas visitas a Cuenca, el 25 de enero de 1985, para participar en una asamblea del CDS, con cuyo presidente provincial, Benedicto Torre Teresa, se le ve en la imagen.

 

lunes, 24 de marzo de 2014

EL GRECO EN EL CINE TAMBIÉN



Los historiadores del arte Adolfo de Mingo Lorente y Palma Martínez-Burgos son los autores del libro El Greco en el cine, publicado por la editorial Celya y patrocinado por la Sociedad de Eventos Culturales El Greco 2014, creada a los efectos de promover los actos, incontables, que quieren conmemorar debidamente el centenario del artista greco-español. Se trata de una completa investigación de casi 340 páginas en donde ambos analizan las películas que han recogido la vida del pintor, su entorno en ciudades como Toledo y los modelos que inmortalizó. El libro, cuya portada consiste en una recreación fotográfica de Manuel Outumuro en donde el actor Juan Diego Botto aparece caracterizado como el Caballero de la mano en el pecho, profundiza tanto en los documentales como en las películas de ficción dedicadas al artista, que no son muchas, pero sí algunas de cierto interés, dirigidas por Luciano Salce (1966), Juan Guerrero Zamora (1976) y Yannis Smaragdis (2007), protagonizadas respectivamente por Mel Ferrer, José María Rodero y Nick Ashdon. También abordan el análisis de numerosos ejemplos en donde el Greco aparece recogido como personaje secundario, como La Dama del Armiño (Eusebio Fernández Ardavín, 1947) y Las gallinas de Cervantes (Alfredo Castellón, 1987). Asimismo, analizan algunos de los títulos en los que la obra del Greco adquiere una dimensión característica, bien en museos y colecciones, bien víctima de robos como el de Casi un caballero (José María Forqué, 1964), en el que tomaron parte algunos de los mejores actores del cine español del momento. Como dicen los autores, “en ninguno de estos casos es posible hablar de grandes películas, con mayúsculas. A menudo se trata de interpretaciones muy planas, con guiones poco trabajados y de escasa factura técnica, más interesadas en recrear las relaciones amorosas entre Jerónima de las Cuevas y el pintor que en mostrar sus procesos creativos». Lo cual no es ninguna novedad, porque si algo caracteriza al cine español (o sobre españoles) es el pésimo tratamiento e interés que ofrecen los relatos fílmicos sobre cuestiones históricas que tengan que ver con nosotros.

 

CÉSAR SIEMPRE EN CANDELERO


            No es fácil ser un escritor muerto y seguir estando en candelero. Tal cosa sucede solo con los grandes nombres, capaces de seguir siendo actuales de manera permanente, pero a esa nómina pertenecen muy pocos, a los que se adjudica, con razón, el título de “inmortales”, con Cervantes a la cabeza y sólo algunos más. En el otro índice se encuentran cientos, miles, incontables nombres de los que nadie se acuerda y solo algunos de ellos, muy pocos (García Lorca, Machado, Juan Ramón) reaparecen de manera periódica con algún motivo, personal o literario, mientras que otros, la mayoría permanecen en el olvido secular, reducidos apenas a una mención, una línea o dos, en las historias literarias. Y eso incluye a autores que, en su momento, ocuparon páginas y espacios constantes. ¿Recuerdan, por ejemplo, a Camilo José Cela? Es, quizá, el caso más espectacular de alguien que ha sido borrado de la memoria colectiva.

            César González-Ruano se encuentra en el extremo contrario, envuelto en un aura permanente de actualidad, que lo extrae periódicamente de la silenciosa tumba en que descansa para volver a ponerlo en el primer plano de la curiosidad, el análisis, la polémica. Ciertamente, su vida, una personalidad ambivalente, difusa en sus líneas, apasionante y contradictoria, ofrece suficientes aristas para el atractivo; más aún, para el morboso acercamiento a quien fue, voluntaria o inconscientemente, motivo de curiosidad para el gran público. Estamos ante el que, con toda probabilidad, es el gran articulista de la posguerra española y en ese género, el del artículo periodístico, alcanzó la cima de la expresión literaria, que se concreta en el arte de hacer, en apenas un folio o cincuenta líneas, una obra de arte. Los artículos de César son de una maestría expresiva en la que el lenguaje muestra en toda su generosidad cómo es posible acariciarlo para extraer de él sensaciones y matices al alcance de muy pocos escritores.
 

            Pero González-Ruano fue, también, un personaje polémico, en su vida privada y en su actividad pública y eso es lo que ha interesado a quienes acaban de poner en las librerías César González-Ruano y los judíos en el París ocupado (Anagrama), escrito por Rosa Sala Rose y Plácid García-Planas. No se trata, por tanto -y los autores lo declaran abiertamente en su presentación- de un trabajo sobre la totalidad vital del protagonista y tampoco un estudio de su obra literaria, sino una “inmersión total” en tres años marcados por las confusas sombras y las temblorosas luces que corresponden a la estancia del escritor en París entre 1940 y 1943, esto es, en el tramo inicial de la II guerra mundial, cuando la capital francesa estaba ocupada por los alemanes de Hitler. Un periodo que, como es obvio, no tiene nada que ver con Cuenca y que, desde esa óptica, carecería de interés localista para nosotros si no fuera porque a continuación, no mucho después de su regreso a España, César pasaría a ser ciudadano intermitente de esta ciudad levítica, a la que también agitó como una tempestad y a la que ayudó a entrar en eso que llamamos modernidad.
(En el grabado, González-Ruano visto por Goñi con fondo de Cuenca).

UN DÍA PARA LA POESÍA


 

                En realidad, todos los días son buenos para la poesía, seguramente el más antiguo, perdurable y duradero género creativo de cuantos han existido en el mundo desde que el ser humano aprendió a hablar, escribir y comunicar sentimientos. No importa si estamos inmersos en una crisis o en plena vorágine económica, da lo mismo tener dinero, salud o buenos amores, que lo contrario, pues tanto desde el más desaforado optimismo como desde la tristeza infinita cualquiera puede expresarse poéticamente, por lo general en verso, aunque también la prosa sirve a estos fines. Vivimos inmersos en poesía, incluso sin saberlo. Seguramente lo ignoran quienes braman desaforados en un campo de fútbol, o quienes apedrean al prójimo en cualquier campo de batalla urbano, o si están enfrascados en el bonito entretenimiento de agujerear ruedas de coches o aplastar sus retrovisores, o cualquiera de los otros infinitos desbarajustes que se pueden inventar al socaire del ocio. Pues a pesar de eso, y de más cosas que no digo por abreviar el relato, la poesía subyace en torno a todo ello. Será poesía lírica, del desarraigo, del inconformismo, de la esperanza, mística, apologética, incluso política, quizá, pero hay poesía y siempre aparece alguien dispuesto a desarrollarla. Por eso, este 21 de marzo, Día Internacional de la Poesía, acontecimiento que no abrió ningún telediario ni suscitó los clamores enardecidos de la masa social circulante, un grupo de personas, niños incluidos, se dio cita en la cueva baja del Coto de San Juan, en la Plaza Mayor, para leer poesía (y tomar un chato o caña, de paso), rindiendo culto al viejo, pero nunca añejo proceso mediante el cual la palabra se transforma en elemento conductor de la belleza y el sentimiento. Allí estaban, flotando en el espacio, Caliope, Erato, Euterpe e incluso Polimnia, por más que era un cónclave seglar nada proclive a las declaraciones integristas, enemigas de la libertad, campo de acción en el que germina, crece y se desarrolla al Ars Poetica. En verso debería escribirse este comentario, pero la habilidad del autor no da para tanto. Dejémoslo así, en prosa castiza castellana, desde la que con reverencia rindo pleitesía a tantas hermosas palabras habilidosamente engarzadas en versos de amable resonancia íntima.