Las
ciudades, como los seres humanos (y los animales y los vegetales) pueden no ser
eternas, pueden desaparecer, generalmente por razones incomprensibles. Miramos
a nuestro alrededor y encontramos multitud de sitios y lugares que tuvieron una
entidad reconocible, fueron poderosos, estuvieron habitados, conocieron la
gloria y la miseria y hoy han quedado reducidos a sencillas ruinas a las que
casi nadie hace caso, si no fue para utilizar parte de sus piedras desmochadas
en la construcción de nuevos edificios que nada tienen que ver con los
anteriores. A veces, contemplando la belleza íntima de estas venerables ruinas
lamentamos su pérdida mientras intentamos adivinar las razones por las que
sucedió lo que finalmente resultó inevitable, pero en otros momentos acertamos
a valorar esos restos en sí mismos, buscando en ellos el mérito, quizá la
utilidad que aún pueden ofrecer.
Cuenca
es un territorio pródigo en situaciones como las que estoy comentando. Son
centenares los lugares de muy diversa entidad urbanística y demográfica
repartidos por la provincia, como hitos aún visibles de una historia que se
remonta a los primeros tiempos de la humanidad. Explorar en ellos es conseguir
enhebrar el laborioso tejido de nuestro propio devenir colectivo. Cuando
contemplamos esas ruinas quisiéramos mediante un artificio de la imaginación
poder recuperar el sentido y la entidad que llegaron a tener en el pasado,
volver a poblarlas de seres vivos, devolverles alguna actividad susceptible de
tener sentido en nuestro tiempo. Esta última condición es, seguramente, la más
difícil de todas.
Si hay
en el ámbito provincial unas ruinas venerables, magníficas, impresionantes,
esas son las de la antigua villa de Moya, hoy totalmente despoblada, pero con
habitantes distribuidos en las que fueron sus aldeas. Pasear por Moya es
siempre una experiencia emotiva, en la que el silencio secular de las antiguas
viviendas se mezcla con el rumor del aire ululando entre las desmochadas callejas
y la sombra impetuosa de los hechos históricos que hicieron de ella una
fortaleza singular en el ámbito del marquesado moyano. Las restauraciones que
desde hace décadas se vienen haciendo han permitido recuperar algunos elementos
valiosos: las puertas de la muralla, el ayuntamiento, la iglesia de Santa
María, la espadaña de San Bartolomé. Queda, como gran asignatura pendiente, el
castillo, la magnífica fortaleza dominadora del valle, cuyo estado de
conservación tantas preocupaciones despierta.
El problema,
siempre, es qué hacer con Moya, cómo
conseguir que hasta allí lleguen más que pasajeros nostálgicos o buscadores de
imágenes insólitas. Sobre el papel, el lugar tiene todos los atractivos
imaginables; en la realidad, las dificultades objetivas (malos caminos,
ausencia de alojamientos o restaurantes, nada de información) estorban la
aplicación práctica de la teoría. El dilema se podrá resolver favorablemente si
prosperan las gestiones ya iniciadas para transformar uno de los edificios en
restauración, la iglesia de la Trinidad, en hospedería. Un empeño tan ambicioso
y atractivo bien merece la pena que llegue a buen puerto. Eso sí, cuanto antes,
porque el tiempo, en esto como en todo, vuela de manera incontenible.