Es viejo el
tema, el debate, la discrepancia entre cantidad y calidad. Muchas bromas (y
también comentarios ingeniosos) se han hecho a cuenta de ese dilema,
aplicándolo a las habilidades sexuales del género masculino. No puedo evitar
caer en ese tópico cuando oigo a los voces municipales conquenses mostrar su
enorme satisfacción por las multitudes (20.000 personas, dicen, los muy
insensatos, sin detenerse a medir la superficie del espacio ni el necesario
ocupado por cada ser humano) aglomeradas estos días a cuenta de la vaquilla de
San Mateo. A eso, parece, se reduce la cuestión: a que haya mucha gente.
Acostumbrados como están a medirlo todo en votos, o sea, en números, no
entienden los matices, a veces sutiles, que deberían aplicarse a las cosas
humanas y más aún si se trata de comportamientos sociales, mensurables no en
cifras, sino en cualidades.
Porque en
ese balance triunfal y triunfalista, tan satisfactorio, no se dice nada de lo
demás que acompaña a la fiesta, que en tiempos fue popular, amable, divertida y
participativa y hoy es lo que es. No se dice nada de la ingente cantidad de
porquería acumulada en las calles, ni de la exhibición de borracheras juveniles
(recordemos las normas dictadas por el mismo municipio sobre el consumo de
alcohol en la vía pública), ni del pésimo gusto patente en unos comportamientos
que no tienen mucho de ejemplares, ni, en definitiva, del gravísimo deterioro
producido en este maltratado casco antiguo de Cuenca, víctima inocente de un
despropósito tras otro, sin que haya una explícita reacción social colectiva ni
menos aún, creo yo, conciencia en los propios regidores sobre lo que están
haciendo (o dejando hacer, que aún es peor) con la desgraciada ciudad.
La
demagogia manda ante la necesidad, inherente a todo político, de satisfacer las
exigencias populares, cualesquiera que sean, sin aplicarles ningún tipo de
control, corrección o cualquier mecanismo que pudiera reconducir los desmanes
hacia el sentido común, la elegancia, la belleza, el respeto y todo aquello que
aprendimos en la escuela en años tan lejanos como olvidadas son esas virtudes
sociales.
Esta
hubiera sido una buena ocasión para que quienes tienen que decidir sobre la
petición temeraria de que la fiesta reciba una declaración especial de valores
turísticos vinieran a ver lo que realmente pasa, no en la fiesta en sí mismo
(la pobre vaquilla no tiene la culpa) sino en su degradado entorno. Los
turistas que había aquí esos días (conocí a dos de ellos) simplemente estaban
desconcertados y deseando salir huyendo de una ciudad incómoda e ingrata, con
los museos cerrados, las calles taponadas y malolientes, con vómitos y
porquería por todos los rincones. Buenos méritos para recibir una declaración
de interés turístico.
Claro que
también los criminales partidarios del toro de la Vega pretenden conseguir ser
incluidos en la lista del Patrimonio Mundial. Igual lo consiguen y allí nos
veremos todos.