miércoles, 28 de enero de 2015

CHARLIE HEBDO EN CUENCA



            Hasta hace 15 días solo unos pocos ciudadanos de los que viven al sur de los Pirineos conocían la existencia de una publicación llamada Charlie Hebdo. Suele ocurrir, en eso como en todo. Hay cosas reservadas a los iniciados. O a los curiosos, o a los turistas. O a quienes han vivido algún tiempo en Paris y además de pasear en un bateau por el Sena o subir a la torre Eiffel (a lo mejor incluso echar un vistazo al Louvre para apelotonarse ante la Gioconda), que parecen ser las cosas habituales (de otras más pecaminosas no diré nada) tienen interés por conocer algo de lo que se cuece en una ciudad tan variada como apasionante, que tiene calles, teatros, cines, ópera y periódicos. De allí, de París, Antonio Pérez se trajo varias colecciones y entre ellas, claro, no podía faltar el irreverente y rompedor Charlie Hebdo, que tiene la buena costumbre de arremeter contra esto y aquello, como corresponde a una publicación satírica, de las que incluso en un país tan conservador y timorato como España aún sobreviven algunas, para satisfacción de quienes se atreven a mirarse en ellas. Pero volvamos al hilo del comentario que no tiene otra orientación que advertir de la presencia de una pequeña muestra, significativa, del semanario francés vilipendiado y ametrallado por los radicales del Islam, que estos días queda expuesta en la Fundación Antonio Pérez, donde podemos contemplar en vivo y en directo las características de la publicación y, de propina, de su compañera de viaje, Hara Kiri. Hay también carteles de una y de otra, y alguno de Wolinski, uno de los ilustradores fallecidos en el atentado. La vida es una sátira (veamos, si no, algunas de las cosas que pasan en este país) y el periodismo crítico, irónico, burlesco, ha tenido siempre muy buena cabida entre nosotros. Echemos un vistazo amable a lo que aquí se y reconfortémonos riendo.


viernes, 23 de enero de 2015

REENCUENTRO CON ELVIRA DAUDET





Por una vía indirecta, de esas que andan flotando por las misteriosas redes del éter en las que, de vez en cuando, es posible capturar noticias positivas y escritos de mérito, de los que permanecen, mientras la basura inagotable se evapora tras ser flor de un día y servir de distracción a los desocupados, por ahí, digo, me entero de la reaparición de Elvira Daudet, tras muchos años de silencio. Probablemente tenemos ahí, silenciosa, escondida y, desde luego, sin saberlo en los corrillos por donde pululan los oportunistas, una de la voces más cálidas, sinceras y profundas de la poesía española contemporánea y, desde luego, de la conquense, aunque ella insista en querer estar desligada de su tierra natal, para la que la recuperé hace ya muchos años, con ocasión del primer Congreso de Escritores. Periodista de las de antes, de garra y estilo cuidadoso, pertenece poéticamente hablando a la generación que surgió a la escritura todavía bajo la influencia de la guerra civil, el conflicto del que vivió y conoció sus consecuencias durante la niñez figurando como telón de fondo sobre el que se teje su experiencia vital y poética. Tras realizar un acto de meditación espiritual en El don desapacible, poemario en el que recupera sus recuerdos de la guerra civil, con la figura del padre como personaje latente, la poetisa logra una hermosa madurez creativa en Terrenal y marina en la que sale del largo túnel de la desesperanza para ofrecer una obra luminosa y, en cierto modo, optimista. Para Nicolás del Hierro, Elvira Daudet es uno de los símbolos más puros de su generación. Paralelamente a su larga experiencia periodística, la variación y abordaje de sus temas, su estilo personal y la sencillez cultural de su palabra, sitúan su obra poética en lugar de privilegio, aunque intuimos que su timidez y reclusión personal le han mermado niveles a la misma. Ahora acaba de presentar su Antología poética 1959-2012 y ello nos proporciona la plácida ocasión de reencontrar una voz auténtica, serena, conmovedora.

viernes, 16 de enero de 2015

EL PEDESTAL SIN ESTATUA


En 1927 se completó el diseño del parque de San Julián (entonces de Canalejas) en el centro de Cuenca, el primer jardín con que contaba la ciudad, y en cuya preparación arbórea se habían invertido los diez años anteriores. Ahora, en ese momento, la dotación se completaba con la colocación de un bonito kiosko para la música en el centro y de tres esculturas, encargadas todas al gran maestro de la época, Luis Marco Pérez. Una tras otra, fueron situadas la dedicada a Lucas Aguirre, la de Gregoria de la Cuba y la de El Hombre de la Sierra, réplica de la que había obtenido la medalla de oro en la exposición nacional de Bellas Artes del año anterior. Ha pasado pues, casi un siglo y la escultura ha resistido calores y tempestades, épocas de penurias, de crisis y de guerras civiles, ha sentido sobre su piel la caída de las hojas de otoño, la caricia del frescor primaveral, los cálidos rayos del sol veraniego, el azote de la fría nieve. Varias generaciones de conquenses se acostumbraron a sentir la presencia de esa estatua mientras los niños jugaban con la arena del parque o dejaban pasar entre los árboles las notas musicales de los conciertos de la Banda. La escultura estaba ahí, cumpliendo su papel ornamental, silenciosa, tímida, sin protestar ni quejarse por los atentados de los vándalos que de vez en cuando sentían el deseo de pintarrajearla. A nadie molestaba. Hasta que alguien, llevado por impulsos que merecerían una severa censura ciudadana, ha cometido la felonía de llevarse la escultura para depositarla en el Museo de la Semana Santa, dejando el pedestal vacío, desnudo, incumpliendo la misión para la que fue fabricado y, lo que es peor, traicionando la voluntad del artista, Marco Pérez, que diseñó esta figura para estar al aire libre, no en un museo. Ese era su destino, su utilidad: embellecer el parque de San Julián. Marco Pérez se merece todos los honores en los museos, pero no se merece el desaire, a título póstumo, de retirar injustificadamente su obra de donde él quiso que estuviera, el parque de San Julián.


EL CONGRESO CANTA



El otro día, de forma espontánea, la Asamblea Francesa, que es la madre de todas las asambleas, todos los congresos y todos los senados, se puso a cantar La Marsellesa. Los franceses tienen una tendencia natural a cantar La Marsellesa a la primera ocasión necesaria (recordemos la escena antológica de Casablanca, en el bar de Rik) y no solo tararearla en los campos de fútbol. Me imagino a los señores diputados del Congreso español poniéndose en pie para cantar algo que no se puede cantar porque no tiene letra. Pero aunque la tuviera o simplemente decidieran tararearla, como hacen los fans futboleros, ¿cuántos tendrían el valor de hacerlo? Y en ese caso, ¿qué harían los discípulos de Artur Mas, Iñigo Urkullu e incluso los de Izquierda Unida? De Sortu y Esquerra no hay ni que hablar. Y a lo mejor ni siquiera de los futuros liberadores de este país, los chicos de Podemos, de cuyas intenciones, sobre el país, el Estado, el himno y otras minucias parecidas no tenemos ninguna noticia. Dejo volar la imaginación, oigo el canto pausado, melódico, de una letra inexistente pero, sobre el rumor de las palabras, siento el latido de una emoción colectiva. Lo que no hay, lo que falta, de lo que ni siquiera hay ganas de hablar. Entre unos y otros (incluidos todos nosotros) hemos dejado que se difumine la idea de país, no digamos la de nación, para que yo queden ni ganas de oír el himno nacional.


jueves, 15 de enero de 2015

EL MUNDO SINGULAR DE ANTONIO GÓMEZ




Antonio Gómez (Cuenca, 1951) es uno de los individuos más inquietos, activos y originales que es posible encontrar transitando por las librerías. Aunque no estoy seguro de que una librería sea el lugar más apropiado para alojar la obra de Antonio Gómez por más que, desde luego, adquiere esa forma, la libresca, para albergar en su interior un mundo de sensaciones visuales y oníricas. Discípulo de Carlos de la Rica en la década de la vanguardia conquense, formó parte del grupo “Los Experimentales” y también se integró en otra formación teatral de corta vida, “Garnacha”.  Al amparo de estas influencias empieza a desarrollar una actividad poética cuyos lazos con Cuenca se rompen cuando traslada su residencia a Extremadura, donde continúa mostrando una irresistible capacidad creativa. De modo esquemático, por resumir y reducir a un concepto esta personalidad, diremos que es un poeta, que ha sustituido el verso convencional por el visual o, como él mismo ha dicho, lo que hace es “ver la poesía”, escribir el verso de modo gráfico. Ahora, como resumen apretado, pero bellísimo, de un trabajo realizado durante años, aparece editada una antología de la obra de Antonio Gómez bajo el título Apenas sin palabras y ciertamente no son necesarias, no hacen falta (aunque alguna hay) para trasladar al lector-espectador el sentido poético con que afronta la percepción sensorial, intimista, del mundo que le rodea y que él recoge con detenimiento y mimo. El libro, impreso por la Editora Regional de Andalucía, con prólogo de Miguel Ángel Lama, es una de las más hermosas publicaciones que últimamente ha llegado a mis manos y recoge, en apretada síntesis, veinticinco años de concienzuda dedicación a los principios que el poeta viene manteniendo desde sus años iniciales. Un placer sosegado es este reencuentro periódico con Antonio Gómez, a través de sus recreaciones sensoriales y poéticas.



miércoles, 14 de enero de 2015

VINOS DESCONOCIDOS



            Siempre falta algo por hacer. O siempre hay algo que se puede hacer mejor. Lo pienso cuando, al leer un artículo sobre un tema cualquiera, echo en falta alguna mención que pienso debería estar ahí. Puede que el autor no considere necesaria la cita pero también puede ser que no dispone en ese momento de la información adecuada sobre el producto en cuestión. Joan C. Martin, enólogo valenciano al que el periódico presenta como un gran experto en asuntos de vinos ha escrito un catálogo de los mejores vinos españoles a precio razonable, incluso baratos, ese arte tan difícil de compaginar pero que existe. En la entrevista-reportaje que aparece en el salmón dominical de El País (4 de enero), el experto habla de generalidades y de matices. Cuando le ponen en el compromiso de citar zonas concretas en que se produzca ese binomio deseable, varios nombres salen a sus labios y elogia zonas productoras concretas que, como él dice, están haciendo un buen trabajo. Entre esos nombres no están los nuestros, ni Castilla-La Mancha ni Cuenca. Ya se que este es un prurito localista que no debería importar demasiado en este tipo de análisis y comentarios, realizados con la premura que tiene todo lo periodístico. Pero siempre gusta que se mencione lo nuestro, que se valore. Quizá Joan C. Martin no lo considera necesario pero también podría ser ignorancia, desconocimiento, de una zona y un sector que no se hace valer. O, por volver al principio, quizá debería hacerse un mayor esfuerzo de difusión, hacia el exterior, y no solo esas campañas provincianas, interiores, de “consume lo nuestro”, algo que hacemos por rutina y sin necesidad de impulsos.



EL ALCALDE Y LOS CARTELES




            En la ciudad francesa de Grenoble tienen una alcaldía verde. El titular, un apacible ciudadano cuarentón llamado Eric Piolle, triunfó en las elecciones con la promesa (entre otras) de reemplazar la publicidad urbana por árboles. Sorprendentemente, el señor Piolle piensa (al contrario de lo que hacen sus colegas españoles) que las promesas deben cumplirse y, a diferencia de los que tenemos por aquí, está dispuesto a llevar a la práctica lo que había anunciado de manera que ha elaborado un plan por el que, en los próximos meses, retirará más de 300 paneles publicitarios repartidos por calles, plazas y jardines y en su lugar plantará árboles y flores, con el propósito, dice, de que el espacio público no sea un lugar de paso sino de vida.
            Quizá el alcalde de Grenoble sea un poco exagerado en la aplicación drástica de su pensamiento programático municipal. Sin llegar a tanto, yo me conformaría con que el Ayuntamiento limpiara las calles de Cuenca de anuncios, paneles y objetos inútiles, que no solo no informan de nada sino que además se convierten en objetos sucios, deteriorados, antiestéticos. Basta con mirar los presuntos relojes-termómetros, que ni marcan la hora ni ofrecen dato alguno sobre la temperatura del momento, de los que hay un par de docenas repartidas por la ciudad. Y si no, también se pueden ver cartelones como el que he elegido para ilustrar este comentario, situado a la entrada del puente de la Trinidad, anunciando -es un decir- un  hipotético programa de intervención en el casco antiguo de Cuenca, proyecto que se canceló a comienzos de esta década.¡Y ya vamos por la mitad! Debería cundir el ejemplo del alcalde de Grenoble.


lunes, 12 de enero de 2015

EL MURO DEL MISTERIO




Propios y extraños tenemos a la vista un curioso entretenimiento que es, a la vez, de adivinación: ¿qué están haciendo, qué pretenden hacer en el sitio donde estuvo el antiguo muro de la calle Alfonso VIII? No es cosa de rehacer aquí la larga historia de este singular suceso que, finalmente, pareció entrar en vías de solución con el laborioso acuerdo de emprender la obra a partir de un criterio estable: volver a construirlo tal como estaba antes del derrumbe. Ese propósito, anunciado a bombo y platillo, parece haberse evaporado, al menos por lo que se ve o vemos los simples mortales que no entendemos de elaboraciones arquitectónicas. Porque después de dos meses de hundir, trepanar, agujerear, cargarse varias veces las conducciones de agua y las alcantarillas, tener el tráfico alterado y llenar de ruido el tranquilo ambiente de la parte antigua de Cuenca, ahora va y levantan un horroroso muro de hormigón, cuya naturaleza, objetivo y fines es lo que tiene desconcertado al personal. Como no hay ningún cartel que informe, con un plano de lo que se está haciendo y como los trabajadores del lugar son herméticos, solo queda espacio para la adivinanza y la suspicacia. Porque suspicacia hay, y mucha. ¿Para qué ese enorme, monstruoso, feísimo muro? Veremos cómo queda la cosa. Veremos qué tipo de nuevo atentado están preparando contra la parte alta de Cuenca, y además ante nuestras propias narices, para que nadie pueda decir que no se dio cuenta. 



LOS TORRES-DULCE DE VELLISCA



Cualquier ciudadano español (y hasta de fuera) conoce el nombre de Eduardo Torres-Dulce o ha oído hablar de él y, seguramente, incluso, sabe lo que le ha pasado, o sea, la forma artera en que el gobierno le ha buscado las vueltas hasta conseguir hartarlo y que dimitiera como fiscal general del Estado. Eso sí, asegurando -el gobierno- que nunca ha estorbado su gestión, que no le ha intimidado, ni presionado, ni cometido ingerencias en su trabajo ni nada de nada. Que hay razones personales y, ciertamente, es personalísima la decisión de decir basta y marcharse a su casa, que es como decir retornar a su trabajo anterior en el Tribunal Constitucional. E incluso sería posible volver a verlo participar en tertulias televisivas de carácter cinematográfico, aunque para ello sería necesario que algún canal recuperase tan higiénica costumbre, ahora también proscrita, salvo el sucedáneo que Cayetana Guillén Cuervo nos ofrece en torno a una película en La Dos. Retornando el hilo del comentario volveré a la figura de Torres-Dulce no para seguir insistiendo (ya se ha dicho bastante) en lo sucedido sino para buscar sus raíces conquenses, a las que nadie se ha referido hasta ahora, que yo sepa y conviene recordarlas.
El apellido Torres-Dulce se encuentra enraizado en el pequeño pueblo alcarreño de Vellisca. Allí nacieron en 1912 el padre del actual protagonista, Eduardo Torres-Dulce y Ruiz y su tío, hermano de éste, Antonio, en 1914, ambos figuras destacadas de la magistratura española, aunque con derivaciones profesionales muy diferenciadas. El padre, Eduardo, tras pasar por varios juzgados, llegó a ser director general de Justicia en 1972 y luego magistrado del Tribunal Supremo, donde se jubiló como presidente de la Sala de lo Social. El tío, Antonio, también ocupó diferentes destinos judiciales hasta llegar a uno ciertamente poco honorable, el de presidente del Tribunal de Orden Público, aquella ominosa institución que durante la dictadura de Franco distorsionó los sacrosantos principios de justicia y libertad.
Tengo noticias de que Eduardo Torres-Dulce Lifante, el recién dimitido/cesado fiscal general sigue manteniendo vigentes sus vínculos con Vellisca, donde se conserva la casa familiar, y está bien que lo haga. Allí, en ese recogido lugar de la Alcarria de Cuenca, a un paso de Huete como quien dice, puede encontrar sosiego y ambiente propicio para la meditación sobre las perversiones de la política y las banalidades de este mundo pijotero.