lunes, 14 de marzo de 2016

ARRIBA EL TELÓN DE MANGANA


Se acerca la hora de que sea desvelado públicamente el gran secreto que hasta estos momentos ocultan las obras de Mangana. Dicen los que llevan los trabajos que esta misma semana quedará abierto el acceso al público y de esa manera terminarán los rumores que envuelven lo que allí se ha estado haciendo durante tantos meses (por no hablar de los años anteriores, quince ya, desde que el lugar fue secuestrado). Es cierto que en este tiempo se han producido no pocas noticias, pero todas tan inconcretas que no hay más remedio que esperar al momento de la verdad, cuando se levante el telón y en el escenario quede a la vista de todos lo que allí ha estado sucediendo.

No me gusta ser profeta ni deseo aventurar aquí juicios de valor, por más que en todo este tiempo me he asomado repetidamente a las obras, intentando seguir su desarrollo y adivinar el propósito de quienes la han diseñado y ejecutado. Pero sin adelantar juicios, tampoco debo ocultar algo parecido a la preocupación. Ese mamotreto de cemento y cristal, que se une al otro, el de su lado, el Museo de las Ciencias, y que contradicen, ambos, la belleza de la fachada del seminario, ¿era realmente necesario? ¿No había más remedio que introducir en el delicado tramado del casco antiguo de Cuenca otro voluminoso contenedor de objetos? La Plaza de Mangana era un espacio diáfano, por el que se podía pasar, correr los niños, tomar el sol, admirar el paisaje sublime de Cuenca, expandida en toda su grandeza a orillas del Júcar.


Ahora, a ese ambiente, se le añaden otros elementos que producen estupor en el espectador. Por ejemplo, ese puente voladizo para ir no se sabe muy a dónde. O aquél torreón del fondo, de manifiesta fealdad, llamado a contener ¡un ascensor! antes de que nadie haya sido capaz de poner en funcionamiento el otro, el que se construyó en Zapaterías.

Realmente, ¿todo eso era necesario? Tendremos la respuesta en unos días, al parecer en esta misma semana. Y ojalá que quienes estamos preocupados quedemos tranquilos; no solo nosotros, claro, sino el conjunto de la ciudadanía, que es lo que importa.


martes, 8 de marzo de 2016

UN TOQUE DE VIDA EN CARRETERÍA


La pobre Carretería ha devenido realmente en alma en pena. Lo digo con tristeza personal, porque soy uno de los partidarios convencidos de que el destino de todos los centros urbanos que hay en el mundo (al menos en el sector que llamamos civilizado) es el de ser utilizados exclusivamente por los seres humanos yendo a pie. Eso, que parece cosa fácil de resolver –son cientos los ejemplos que hay en ciudades del más variopinto pelaje político, desde la nórdica San Sebastián a la sureña Sevilla- se ha convertido en Cuenca en un drama de aparente insoluble solución. Por supuesto, hay que considerar la resistencia malsana, activa y pasiva, de tantos enemigos como ha tenido tan sensata medida, y también la torpeza inicial de quienes implantaron un sistema peatonal que, aparte de estéticamente feo es de una ineficacia supina, a lo que se debe añadir, como remate postrero, la abulia de quienes ahora son responsables del desastre, muy rápidos a la hora de anunciar remedios tan pronto se hicieron con el poder municipal e incapaces de aportar ni una sola medida en el año que ya llevan disfrutando de las gabelas edilicias.
Y ahí está la pobre Carretería, como alma en pena (repito el adagio) viendo pasar los días entre tristezas y soledades, infiel a su vocación de calle mayor provinciana que no le dejan ejercer en plenitud. Ahora la han vestido con unos paneles fotográficos semanasanteros y ese pequeño detalle sirve para proporcionar un poco de animación a la desangelada textura urbana, lo que viene a demostrar que, en realidad, lo necesario para revitalizarla es precisamente que se la dote de elementos complementarios capaces de traer animación a la calle además de paseantes y visitantes. Es lo que sucede cuando llega el verano y se implantan las terrazas, pero eso en Cuenca dura tan poco tiempo y, a cambio, es tan duro y largo el invierno que la calle se viene abajo y queda envuelta en un halo de melancolía digna de los más profundos lamentos románticos.

Carretería necesita que de una vez por toda se acometa su verdadera peatonalización. Que desaparezcan las miserables y putrefactas maderas cuya utilidad nunca existió. Y que se la vista, con árboles, con flores, con paneles gráficos, con figuras escultóricas, con mimos plantados en las esquinas, con saltimbanquis haciendo malabares, con músicos animando el paseo. Con seres humanos, en definitiva. Y con imaginación, mucha imaginación, que es de lo que menos hay en esta ciudad.

POBRE DON QUIJOTE, SIEMPRE ZARANDEADO


Para conmemorar debidamente, en forma visible, que nos encontramos en el año Cervantes (ya saben: se cumple el centenario de su muerte) nada mejor que organizar una buena movida callejera y arremeter briosamente, con valor y entusiasmo, contra la figura escultórica en hierro que hace menos de un año todavía quedó instalada en la calle de San Esteban, junto al Centro Cultural Aguirre.
Imagino que, como en ocasiones similares, los valientes descendientes de Vandalia se habrían calentado previamente con las necesarias dosis de alcohol (era sábado, día de botellón, actividad perfectamente consentida en las calles de Cuenca) y también oirían los gritos de entusiasmo de unos sobre otros para animar a los protagonistas a llevar adelante la operación destructora que, finalmente, logró sus objetivos, dando con la figura en tierra, donde quedó el buen e inocente caballero tendido cuan largo es (cuatro metros de altura) víctima en este caso no de aspas de molino ni de recipientes de cuero sino de la furia juvenil que hace de esta ciudad un emporio para la incultura, la cutrería y lo soez como forma habitual de convivencia.
Como es natural, se ha abierto una investigación. Siempre se abre una investigación. Nunca se sabe que las investigaciones lleguen a ningún sitio, pero la autoridad se consuela sabiendo que ha abierto una investigación y así tranquiliza su inoperancia impotente.
El herrero de San Antón, José Luis Martínez, cargado con la filosofía estoica que anima su trabajo, ya ha puesto manos a la obra de recomponer la escultura. Que se sepa, nadie se lo ha encargado y tampoco nadie (del estamento oficial municipal), según me dicen, se ha acercado a darle las gracias. Yo si lo he hecho. Mientras hacía las fotos del desastre hemos intercambiado algunas amargas palabras sobre la situación en que vivimos y la tolerancia ciega que ya forma parte de la naturaleza de lo conquense. Y le he dado las gracias. Por su trabajo, por su paciencia inconmovible, por la serenidad con que asume volver a poner en pie a Don Quijote. Porque esa es la mejor forma de combatir a los bárbaros: volver a empezar una y otra vez, hasta que se cansen o busquen otro objetivo en el que descargar su furia animal.