martes, 9 de agosto de 2016

AI WEIWEI Y LAS BIBLIOTECAS PÚBLICAS



                
Dicen que las comparaciones son odiosas. La afirmación la encontramos en clásicos como El Quijote o La Celestina, que son dos fuentes literarias muy de fiar. Quienes dicen tal cosa temen, quizá con fundamento, salir perjudicados si sus actitudes, méritos o cualidades se ponen en relación con otros mejor dotados, pensando que del resultado de tal acción comparativa pueden quedar humillados, pero no siempre hay que pensar en semejante conclusión. En el colegio nos daban notas que ponían en comparación las capacidades de todos los alumnos, en una competición deportiva hay uno que gana y otros que pierden y en un concurso literario alguien se lleva el premio, en detrimento de todos los demás, que no por eso se van a considerar zaheridos en su estima personal. A lo mejor, incluso, de esa relación comparativa se puede extraer alguna conclusión estimulante.
            Viene a cuento esta introducción al observar el dispar comportamiento que se está aplicando en dos asuntos de evidente interés en el delicado ámbito de la Cultura, tan sensible siempre, precisamente por apoyarse sobre muy débiles e inestables estructuras, que lleva a los poderes públicos a tomar decisiones tan contradictorias como sorprendentes. Por un lado, estamos asistiendo, desde hace semanas, al notable despliegue mediático en torno a la figura del controvertido artista chino Ai Weiwei y su exposición La poética de la libertad, que en estos momentos ya está en trance de montaje en la catedral de Cuenca, envuelta de antemano por los oropeles de la fama y las previsiones optimistas de que con ella va a llegar el maná a la ciudad, en forma de docenas de miles de visitantes, que llenarán hoteles, restaurantes y cafeterías, además de consumir de manera compulsiva desde chupachups hasta productos de artesanía, dejando incontables euros o dólares en las cajas registradoras de los comercios conquenses. Para lograr tal cosa se está haciendo una inversión de 1.5 millones de euros, cifra astronómica que bien merece el resultado apetecido y nada será más satisfactorio que poder comprobar, dentro de unos meses, que el cuento de la lechera, en este caso, se ha podido cumplir y, en efecto, Cuenca entra en el mundo de la fama gracias a esta exposición singular.
            Mientras este despliegue se desarrolla, hay en la capital y en muchos pueblos de la provincia una institución benemérita, secularmente maltratada, las bibliotecas públicas municipales, que desde hace varios años vienen mendigando la concesión de unas mínimas cantidades para poder seguir abiertas, renovar el fondo de libros que ofrecen en sus anaqueles, promover actividades de lectura y participación para niños y mayores. Para la mayoría de ellas, lo único que pueden hacer es abrir las puertas y dejar que los lectores entren, sin ningún otro aliciente. El gobierno de la señora Cospedal las castigó sin piedad, pero el del señor García Page no ha introducido ninguna mejoría, ni tampoco los Ayuntamientos responsables tienen especial interés en modificar la situación. Para este sector de la Cultura y la vida local la respuesta es siempre inmutable: estamos en crisis, no hay dinero. Inasequibles a este desamparo, los bibliotecarios, jóvenes en su mayoría, mantienen vivo un espíritu de emocionante voluntarismo con el que intentan sobreponerse a unas circunstancias tan incómodas como las de quienes, en tiempos pretéritos, se lanzaron a los campos y los pueblos animados del propósito de llevar cultura y entretenimiento.
            La exposición de Ai Weiwei, salga como salga, cumplirá su ciclo y abandonará Cuenca en unos meses. Aquí quedarán, un día tras otro, las bibliotecas públicas, el único recurso cultural estable en muchos de nuestros pueblos. Para aquella hay un millón y medio de euros, para estas ni un céntimo. La crisis, los problemas y los presupuestos tienen una peculiar forma de distribuirse. Las comparaciones son odiosas. O a lo mejor no.
(Publicado en La Tribuna de Cuenca el 10-10-2016)



LA PAZ DE LOS MUERTOS



Anuncian que uno de los platos fuertes de las próximas fiestas de San Julián será un acto organizado con toda la pompa y parafernalia necesarias para entregar el título de Hijo Predilecto de Cuenca a tres ciudadanos considerados merecedores de recibir tan alta distinción, con las que los pueblos vienen honrando a aquellos de sus vecinos que han destacado de alguna forma especial en cualquier terreno, singularmente en las artes y las letras. Es, desde luego, un acto de justicia que enaltece a los regidores municipales que así actúan. En el caso que nos ocupa, los tres eméritos conquenses dignos de pasar a engrosar la galería de hijos distinguidos son Víctor de la Vega, Ismael Barambio y José Luis Lucas Aledón.
Si en esta ciudad de nuestras amarguras las cosas se hicieran como debe, en el acto en cuestión el pintor Víctor de la Vega nos demostraría con su firme trazo cómo se hace un cuadro, el poeta José Luis Lucas Aledón nos leería unas emotivas cuartillas y el guitarrista Ismael Barambio rasguearía las cuerdas y el sonido del instrumento cruzaría la sala con su alegre melodía. Pues no va a ser así, miren ustedes: los tres están muertos. Imagino que, desde donde quiera que estén reposando sus cuerpos o sus cenizas dirán a coro: a buenas horas, mangas verdes.
Más allá de la anécdota, sería cosa de meditar en serio sobre qué especie de complejo atenaza de manera constante a nuestros concejales, que les impide tomar decisiones cuando deben hacerlo. Sin querer llevar el comentario más allá de las circunstancias que lo motivan, podríamos preguntarnos por qué no son capaces de decidir en vida quienes son los que deben resultar agraciados con las distinciones. Hay una suerte de cobardía, de inseguridad, de indecisión, de no atreverse a señalar con el dedo a este o aquel por si acaso alguien levanta la voz de la disconformidad, o por si es de izquierdas o de derechas o cualquiera otra de las sandeces que suelen flotar sobre el ánimo de quienes tienen que tomar estas decisiones. Para evitar compromisos o posibles polémicas, esperamos a que se mueran y entonces, dos o tres años después, se les hace Hijo predilecto, o adoptivo, o se le da una medalla, o se pone su nombre a una calle. Los vivos son peligrosos, porque hablan, dicen y algunos, incluso, piensan y opinan. Los muertos son todos buenos y no molestan. De manera que ese es el mejor momento para darles un premio. Forma parte de la naturaleza del ser conquense.


jueves, 4 de agosto de 2016

UN REMANSO DE PAZ EN CARRETERÍA



            Como cada agosteño mes de cada uno de los años que vienen y van, Carretería se convierte en un espacio amable, conciliador, recinto apropiado para la convivencia, el paseo, la amistosa conversación entre quienes se reencuentran, quizá al cabo de mucho tiempo sin verse, la búsqueda de algún objeto necesario en cualquiera de los variados establecimientos que abren sus puertas a ambos lados de la calle. Y están, naturalmente, las terrazas, tan abiertas, tan cálidas en cuanto a los sentimientos y tan fresquitas al atardecer bajo el paraguas protector de las sombrillas. Qué bien se está en Carretería, paseando, mirando escaparates o tomando una cerveza en cualquiera de los espacios preparados para ello. Parece que aquí el tiempo no pasa. No hay ruidos molestos, ni coches que pasan a todo meter de sus motores, ni actividades molestas o insalubres. No hay máquinas trepidando de manera constante o levantando una polvisca insana, de las que atosigan los pulmones. Nadie molesta la tranquila convivencia de los ciudadanos y visitantes, amistosamente acogidos en este ámbito cordial, un auténtico paraíso en mitad del tráfago angustioso que es común en otros lugares del mundanal globo terráqueo. Qué bien se está en Carretería, siempre acogedora, como una auténtica calle mayor, en la que ningún elemento molesto viene a enturbiar la plácida existencia. Porque agosto, ya se sabe, es un mes para descansar y vivir bien, no para estar angustiado mientras de las bocas salen maldiciones impronunciables. Pero eso no pasa aquí, donde todo es ejemplar y amistoso. Un paraíso de tranquilidad, vaya.



SÍMBOLO EN COLORES

  

          La ciudad está empapelada (moderadamente) de banderolas colgadas de las farolas o carteleras situadas acá y allá, sirviendo de acompañamiento a cualquier evento cultural de los que surgen de vez en cuando en cualquier rincón ciudadano. Es un juego de cuadrados de colores, siete en total, que forman una C acompañada de la alusión al momento que se quiere conmemorar, los veinte años de la declaración de patrimonio universal, cosa que se cumple este año, cuyo paso presuroso avanza ya por su segunda mitad. Me pregunto si la ciudadanía conquense es consciente de la simbología que ofrece ese logotipo, pero me pregunto más aún si los visitantes caen en la cuenta del significado de esa profusión decorativa. No estoy nada seguro de una cosa ni de la otra. Pero, claro, tampoco me encuentro en condiciones de aventurar un  juicio de valor; ni siquiera se podría hacer contando con el soporte de una encuesta (que nadie ha hecho) porque después de lo sucedido en las últimas elecciones generales, donde los sondeos no dieron ni una a derechas, ya no hay fundamento para dar credibilidad a los estudios de opinión. Así que dejemos la cosa en el ámbito de lo esotérico. ¿Sirve para algo el logotipo diseñado por Cruz Novillo, experto donde los haya en transmitir emociones a través de un símbolo? ¿Despierta interés en propios y ajenos? ¿Todos, o muchos, o bastantes, o algunos, saben lo que significan esos colorines cuadrados? Graves cuestiones todas, pero no lo suficiente como quitarnos el sueño.