Las calles de casi todas las ciudades
españolas (ya sabemos cuales forman parte del “casi”) se cubren estos días con
centenares, miles, de banderas con las tres conocidas franjas horizontales,
rojas dos y amarilla la de en medio, rojigualda que se decía en los colegios
cuando en los colegios se hablaba de estas cosas. Incluso en un lugar tan
apático como Cuenca hay balcones que lucen tímidamente algunas de esas banderas
con las que se quiere simbolizar, de manera un tanto difusa, un sentimiento
que, en buena justicia, debería tener tanta fuerza como ese otro sentimiento
que se esgrime como razón de peso suficiente para que una parte importante del
territorio emprenda el camino de la separación.
Ha costado mucho que salgan las banderas
españolas a la calle y más aún que salgan también los ciudadanos, sobre todo
los de Cataluña, apabullados todos, y más estos últimos, por la tremenda
presión social, popular y mediática que ha repartido a diestro y siniestro,
durante varios años, los más disparatados tópicos y las más delirantes
fantasías en torno a la idea de que una presunta independencia trae consigo,
sin más, por las buenas, todos los manás celestiales imaginables, además de la
liberación de la horrorosa tiranía española, gracias a la cual Cataluña es la
región más rica, más próspera, más avanzada, más industrial, con más autopistas
y turistas, con el mayor índice cultural y educativo y con el más amplio y
potente tejido editorial en lengua española, que también tiene narices en un
lugar donde se pretende acabar con este idioma para dejar subsistente solo el
propio.
No creo que este tímido despliegue de
banderas españolas sea suficiente para detener el llamado proceso, aunque a
estas alturas, mientras escribo, no hay todavía señales suficientes de que en
va a derivar todo este alboroto, incluyendo la incógnita sobre la misteriosa
solución que haya preparado el gobierno central. Pero quizá esta situación
sirva para que un montón de despistados deje de brujulear por los vericuetos
laberínticos del desconcierto y encuentren las sendas que conducen hacia el
camino correcto. Viene la izquierda, desde hace tiempo, jugando con lo que no
se debería jugar, que son los símbolos, intocables y respetados en la práctica
totalidad de países que, a la vez que cultos, son democráticos. Aquí se han
hecho astillas de las banderas nacionales, arrinconadas por las autonómicas, y
se pita el himno cada vez que suena, como si fueran cosas de broma,
demostración de alegre progresía militante o sea, de estupidez. A lo mejor
cuando termine el alboroto independentista catalán algunos insensatos se paran
a meditar y llegan a la conclusión de que, a lo mejor, han estado cometiendo
torpezas continuadas. Aunque el propósito de la enmienda no figura en el
repertorio de los políticos que tenemos al alcance de la vista.