sábado, 15 de octubre de 2016

EL GRAN BOB DYLAN Y LOS TONTOS DEL NOBEL


Mientras escribo estas líneas, orientadas a incorporarme al grupo de quienes a lo largo de medio mundo ponen a parir, con mejor o peor estilo, a la banda de necios que toma las decisiones sobre el premio Nóbel de Literatura, tengo de fondo la música y las palabras que Bob Dylan escribió para la banda sonora de Pat Garret and Billy the Kid, la primera ocasión en que colaboraba con su obra creativa en una película. La oigo con el mismo placer que siempre, realmente impregnado por unas melodías inconfundibles, muy dylanianas, que en el ambiente sórdido recreado por el director, Sam Peckinpah, encontró la inspiración necesaria para que su mente fluyera libremente, enriqueciendo una película ya de por sí magnífica.
Pat Garret and Billy the Kid fue rodada en 1963 y, en principio, el encargo era que Dylan escribiera un par de canciones, pero cuando Peckinpah las oyó decidió que ese era el tono deseado por él para todo el relato fílmico y le pidió la totalidad de la banda sonora que de ese modo se convirtió en su primer trabajo para el cine (en el que, por cierto, también actuó como actor, en un pequeño papel). Hay ahí tanta inventiva musical como capacidad creativa para recrear con la guitarra y la armónica el terrible mundo en que se desenvolvieron aquellos dos personajes, entre la crueldad y la muerte hasta configurar su leyenda. Pero hay también poesía, mucha poesía, la que Dylan, sin duda alguna, lleva dentro y nos viene transmitiendo desde hace medio siglo a través de la música.
Digo bien y me reafirmo: a través de la música, no de los libros, no de la literatura. Se le pueden dar -y ya los tiene- docenas, cientos de premios generados por el mundo de la música pero es ridículo uno de literatura que solo se puede entender por el afán inmoderado de los promotores del Nóbel de estar en candelero. Lo vienen haciendo, desde siempre pero sobre todo en los últimos años, buscando personajes desconocidos y entrando en las literaturas de países exóticos, por aquello de llamar la atención y buscar la reacción maravillada de los críticos, obligados a investigar como locos quien es el sujeto en cuestión elegido en ese año o qué sabe del ignoto país del que procede, pero esta vez han rizado el rizo. Como si no hubiera literatos en el mundo, se meten en territorio ajeno para buscar un músico al que, de golpe y porrazo, han transformado en escritor, solo por ese afán inmoderado del jurado de llamar la atención. Y, ciertamente, lo han conseguido.

Yo sido escuchando las baladas de Dylan para una película memorable. Por cierto que, como es también pertinaz costumbre en los críticos, pocos, por no decir ninguno, valoraron esa banda sonora a la que dedicaron algunos improperios. Allá ellos. La música -insisto, la música- de Dylan es una maravilla y en estos momentos me envuelve dulcemente para que personas como yo sigamos siendo fieles a su trabajo, sin considerar las tonterías que hacen los del Nóbel.

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