Me hubiera gustado que el nombre de Cuenca
estuviera en la lista de la veintena de ciudades que ayer, día 23, vivieron la
notable experiencia de ver a sus orquestas sinfónicas en calles y plazas,
haciendo música, que es lo que saben, reivindicando su derecho a existir
dignamente. No había pancartas, leo en las crónicas del acto, ni se repartieron
manifiestos, ni hubo gritos o insultos subidos de tono. Ni siquiera, en contra
de lo que es habitual, la policía se dedicó a cargar contra pacíficos
manifestantes, aunque también estaban allí, presentes y oyentes: ¿qué tendrá la
policía de este país democrático que en cuanto ve un grupo de más de dos acude
a vigilar?. Todo era plácido, pacífico, culto, estimulante. La música aplaca a
las fieras, exceptuando a la especie dedicada, para nuestro desconsuelo, a la
administración de la cosa pública. Los músicos de las orquestas sinfónicas
salieron a la calle y las plazas de España, sin distinciones territoriales,
para hacer música, que es lo suyo y lo que la gente, nosotros, el público,
agradecemos. Estaban allí con sus instrumentos, vestidos como corresponde a
músicos de orquesta, serios, bien compuestos, con el director al frente, las
partituras y los atriles ante la vista, las manos dispuestas para acariciar
esos objetos mágicos de los que pueden surgir sonidos maravillosos,
envolventes, ensoñadores. Eran, dicen las crónicas, las siete en punto de la
tarde, cuando todas las orquesta al unísono empezaron a desgranar sus melodías,
empezando por una común a todas, La gazza
ladra, de Gioacchino Rossini y uno imagina, sobrevolando el territorio de
esta España de nuestros dolores, el sonido colectivo, surgiendo desde Málaga y
Donostia, desde Barcelona y Santa Cruz de Tenerife, desde Badajoz a Valencia
pasando, como es natural, por Madrid, rompeolas de todas las calamidades y
sostén de todas las esperanzas. Era, debería ser (lo imagino, porque aquí, en
Cuenca, reinó el silencio) un maravilloso espectáculo desde el cielo,
acariciando el vuelo de las aves mientras a ras de tierra unos públicos
entregados aplaudían a esos músicos que, con su arte, pretendían llamar la
atención del triste destino a que han sido castigados por un poder omnímodo,
injusto, insensible. Hubiera sido bonito que en esta ciudad, a cuyos dirigentes
se les cae la baba hablando de la música y de la cultura, también
participáramos de este singular fenómeno capaz de animar las perspectivas
esperanzadas del país. No estuvo Cuenca en el concierto colectivo, nacional, y
bien que lo siento. Quizá porque no hay aquí una orquesta sinfónica, proyecto
frustrado pese a tropecientos intentos y pese también a la buena, benemérita
voluntad, de quienes a otros niveles siguen haciendo música. (Por cierto: si en
algún momento encuentran ustedes, navegando por la red, algo sobre la Orquesta
Sinfónica de Cuenca no se alarmen: es Cuenca, sí, pero del Ecuador. Cosas que
pasan). La foto que acompaña estas palabras es de la Joven Orquesta de Cuenca, actuando en un concierto veraniego, en la Plaza de la Merced.
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