Medita hoy
Raúl del Pozo, en uno de esos momentos en que se muestra singularmente lúcido,
en su artículo de El Mundo, sobre
este tiempo sorprendente que nos ha tocado vivir en que la mentira campa por
sus respetos y salta cada día a las pantallas de los televisores, a las ondas
de las radios, a las páginas de los periódicos, difundiéndose como si
estuvieran adornadas del aroma de la verdad. Quienes, como Raúl y yo, tenemos
edad para recordar viejos principios juveniles aprendidos en la escuela (aunque
él eso no lo menciona), debemos realmente sentirnos desconcertados, no solo
porque decir mentiras era pecado (asunto completamente olvidado y tampoco está
mal) sino porque aprehendíamos unos valores vinculados con la verdad y con ella
por delante plantábamos cara a los padres, los profesores, los amigos e incluso
los desconocidos y si alguien era pillado dejando caer una mentirijillas,
aunque fuese liviana, las miradas de los demás caían sobre él como si fuera un
delincuente avieso. Y en esa meditación sobre el tema que traigo hoy aquí,
apunta el articulista, también con acierto, en la vigencia que alcanzan sobre
las tablas de los escenarios los personajes creados por William Shakespeare,
aquel monstruo de la creatividad dramática que debería estar ya condenado al
olvido, por haber sido superado con creces por situaciones actuales pero al
que, sin embargo, hay que seguir recurriendo de manera constante. Yo mismo acudí
el otro día en Valencia a una representación de Otelo, que es un auténtico monumento a la mentira. Todos mienten,
engañan, traicionan, menos la infeliz Desdémona que grita continuamente su
inocencia, sin conseguir ser creída. Probablemente si se hubiera inventado una
falsedad, reconociendo una culpa inexistente, habría salvado la vida, como
pretendían conseguir los inquisidores (por cierto, contemporáneos del
dramaturgo inglés), empeñados en martirizar a sus víctimas con la obsesión de
conseguir de ellos una confesión de culpabilidad, importándoles un cuerno que
tal cosa fuera verdad o mentira, con tal de conseguir un triunfo sobre la
voluntad del reo. En torno a la pareja central pululan criados, soldados,
ayudantes, políticos, jerifaltes, urdiendo una trama demencial y perversa. En
el mundo de Shakespeare, maestro en la urdimbre de los sentimientos humanos,
toman forma dramática el amplio muestrario de las miserias humanas, la
venganza, los celos, el deshonor, la infamia, pero sobre todo la mentira, el
gran argumento palpable en Hamlet, en
El rey Lear, incluso en la
aparentemente más dulcificada Romeo y
Julieta. Por eso Shakespeare está de modo, por eso continuamos viéndolo y
buscándolo, porque ningún otro dramaturgo contemporáneo, español añado, es
capaz de montar sobre un escenario una urdimbre semejante, capaz de recrear el
gigantesco embuste que la tropa de políticos de todo signo, pero en especial
gubernamentales, están representando diariamente. (En la imagen, el Otelo de Orson Welles).
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