Hecho en falta, en estos días
ya abiertamente otoñales, la amable literatura con que nos obsequiaban casi
todos los escritores conquenses cuando había periódicos dispuestos a ofrecer
sus páginas a la narración literaria, sin ambages ni disimulos, a los artículos
perfectamente distanciados del acontecer diario, como desahogo o bálsamo con
que compensar otras miserias informativas. Y si esto era así antes, cuando
había menos motivos para el desasosiego, qué no decir de estos tiempos
tumultuosos en que no salimos de una canallada de los islamistas cuando caemos
en un desastre entre las olas del amable Mediterráneo que, no contento con
tragarse desgraciados africanos huidizos de sus ingratos países también se
dedica a volcar su furia sobre las no hace mucho sosegadas playas levantinas y
si la mirada gira un poco hacia el norte encontrará la estrepitosa ceremonia de
la confusión ambientada en catalán pero si esa misma mirada se dirige hacia los
cielos encontrará, con un poco de mala suerte, un avión o un helicóptero
dispuestos a estamparse contra el duro suelo. Podríamos seguir desgranando
calamidades varias, por no hablar de asesinatos de uno u otro género, incluidos
los niños pero no iban por ahí las letras de este rincón meditabundo que solo
quería, en principio -algo se ha torcido el relato- rememorar los viejos,
entrañables, emotivos artículos en torno a la belleza sugestiva del otoño
conquense. Amigos tuve que venían a la ciudad justamente cuando yo les avisaba
de que las primeras hojas empezaban a amarillear y hasta aquí se llegaban con
sus cámaras y sus esperanzas de emborracharse de colores y saborear algunos
níscalos. Amarillos eran los colores de los autobuses de Cuenca, en la anterior
hornada, y precisamente por eso, para proclamar a propios y extraños la
luminosidad del color amarillo emanado de las choperas otoñales. La explosión
cromática va por zonas. En la ribera más próxima del Huécar, la que se inicia
en la Puerta de Valencia, aún predomina el verdor, pero en las calles céntricas
se acumulan ya las hojas caídas de los árboles temblorosos, mientras que en el
tramo inferior del Júcar, el que corre, sin muchas ganas, todo hay que decirlo,
por los meandros del Egidillo y la hoz de Valdeganga, el brillante resplandor
de las hojas tintadas del hermoso color domina la severidad del roquedo y el
misterio de las curvas enlazadas tras otra. Hecho de menos el placer de leer un
buen artículo, descriptivo y emocionante, o unos delicados versos transmisores
de la belleza que la naturaleza ha querido descargar sobre Cuenca desde el
primer día de la existencia de este mundo. Y así sigue siendo, aunque llueva o
truene, aunque los ríos se salgan de madre y los necios atruenen con sus ruidos
incoherentes la placidez de una tarde otoñal.
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