Llegó, se abrieron las casetas,
llegaron los niños, no llovió (apenas unas gotas) y tampoco hizo excesivo frío,
de manera que lo mejor que se puede decir de la Feria del Libro de Cuenca,
recién terminada, es que se ha podido celebrar, así, sencillamente y a fin de
cuentas, eso es lo que importa. Lo demás es accesorio y forma parte del ritual
cotidiano: que si el sitio elegido este año (la Plaza de España) es mejor o no
que otros utilizados antes; que si la disposición de las casetas, mirando hacia
fuera, no hubiera estado mejor formando un cuadro hacia dentro; que si los
conquenses leemos poco o mucho, o haciendo una cosa u otra, si gastamos los
euros convenientes en las librerías… O sea, lo de siempre. Pero más allá de
este rosario de comentarios que forman parte inalterable del repertorio siempre
vinculado a la Feria del Libro, lo meritorio es que haya vuelto a montarse y
que la gente, el público, haya acudido. Hay otros ingredientes que también
forman parte del entramado de esta convocatoria. Los autores, por ejemplo.
Abundan las presentaciones de autores locales, casi todos nuevos (los veteranos
o están cansados de publicar o han preferido guardarse los títulos en ciernes
para otra ocasión más selectiva), aunque algún nombre consagrado sí ha querido
pasear sus libros por el recinto ferial. Firmas de relumbrón también ha habido
alguna, para satisfacer el morbo de los curiosones a la captura de un
autógrafo. La semana ha cumplido con su obligación y eso, solo por eso, ya es
cosa digna de ser anotada como meritoria.
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