Me parece muy interesante la
observación que hace Elvira Lindo (El País, 27 de mayo) sobre la forma en que
las terrazas veraniegas de los bares, tan apetitosas, tan agradables con el
buen tiempo, se han ido apoderando de las aceras hasta el punto de
considerarlas como cosa propia, de manera que ese suelo, dice, ya no es de los
ciudadanos, sino del que paga el alquiler. Interpreta con acierto lo que
parecen pensar los propios interesados, los propietarios de esos locales y, de
paso, también el Ayuntamiento, convencidos unos y otros de que el abono de una
tasa discrecional otorga sin más el derecho de propiedad del suelo que ocupan. Lo
curioso, y coincido con ella, es que nosotros, los de a pie, los usuarios de
esas terrazas, asumimos que no tenemos ningún derecho, que solo lo tienen los
bares usuarios del espacio. Y por ello asistimos, sin especiales protestas ni
quejas a lo que ha pasado de ser uso para convertirse en abuso. De los muchos
ejemplos que se pueden citar basta con referirme al más expresivo, el de la
Plaza Mayor de Cuenca. En un sector, el de la izquierda, junto a la calle
Pilares, no hay espacio para los peatones puedan caminar. Si quieren hacerlo
tienen que salir necesariamente a la propia plaza, para coexistir, o sea,
pelear, con los coches. En la otra acera, junto a las viviendas, sí que hay un
pequeñísimo pasillo por el que se puede transitar en fila de uno pero cuidando
de no tropezar con los camareros que salen del interior para llevar el
suministro a las mesas y que, por norma general, consideran que ellos tienen
prioridad y por tanto los demás debemos apartarnos y cederles el paso. Como si
fueran los propietarios, los dueños absolutos de la terraza y de la calle.
Ciertamente es muy curioso comprobar cómo, en una civilización que reclama
derechos a cada momento, hemos renunciado al más sencillo de todos, al de considerar
que la calle es propiedad colectiva, de la ciudadanía, y no de quienes instalan
terrazas.
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