De vez en cuando intento tranquilizar mi conciencia justiciera
dejando un donativo en las manos o las bandejas de quienes en las calles de
Cuenca tienen necesidad de mendigar, o pedir limosna, o caridad o como se le
quiera llamar, según establezca en estos momentos la normativa del buen uso del
idioma, para no molestar. De todos los problemas de injusticia que hay en
nuestra sociedad, y son tantos que no merece la pena enumerarlos aquí, el más
sangrante me parece el de la presencia de estas personas a las que, estoy
seguro, no hace ninguna gracia tener que plantarse en una acera a esperar que
les llegue unos cuantos euros con los que poder sobrevivir en el día a día y
ello a pesar de la sangrante opinión, burdamente expresada no hace mucho por un
actual concejal del Ayuntamiento, de que quienes duermen en la calle o en el
vestíbulo de un banco lo hacen ejerciendo su derecho a la libertad de dormir
donde mejor les parezca. Los intentos de corregir semejante patochada no han
servido para suavizar el escándalo promovido ni la opinión que tenemos de él.
Para mí, desde siempre, la visión de estas personas acogidas a la variable
generosidad de los transeúntes ha sido el mayor escándalo colectivo que puede
ofrecer la sociedad de consumo, capitalista y bien vestida, que formamos los
demás. Nunca debería haber nadie que tuviera la necesidad de extender su mano,
o ampararse en un letrero en demanda de auxilio y protección. Siento que mi
pequeño óbolo no puede en modo alguno solucionar el problema de tantos, pero
quisiera creer que algo ayuda, sobre todo si, como acostumbro, va acompañado de
una frase amistosa. Así está el país.
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