Conviene no perder de vista, menos aún olvidar, este curioso
a la vez que inteligente (y más cosas: atractivo, divertido, estimulante)
artilugio llamado La máquina real. Aterrizó
entre nosotros hace un par de años y cobra vida de manera esporádica, en temporadas
aisladas, alejadas en el tiempo, pero siempre capaces de suscitar la admiración
de quienes acudimos a contemplarla. No hay noticias de que este invento
barroco, integrante de la prodigiosa cultura teatral de aquella época, hubiera
tenido entonces cabida en la benemérita ciudad de Cuenca pero como un prodigio
de magia, aquí lo tenemos ahora, en este tiempo de pasotismo cultural para
ayudarnos a recrear un tiempo ido, perdido quizá, envuelto en la magia de lo
desconocido. La máquina real actuaba en corrales de comedias, como las
compañías de seres vivos, solo que ella estaba integrada por muñecos
articulados movidos por hilos. Eso, a simple vista, se parece a los actuales
guiñoles, pero hay una diferencia muy acusada: entonces se interpretaban comedias
de verdad, obras completas, con su estructura en actos y con su texto completo,
algunos debidos a las primeras figuras de la dramaturgia, como Mira de Amescua
y Lope de Vega, cuyas obras El esclavo
del demonio y Lo fingido verdadero hna
sido representadas de manera repetida por esta versión conquense de La máquina
real. Además, como propinas necesarias en aquellas maravillosas
representaciones, cuando el teatro era realmente la fiesta nacional (y no el
sucedáneo al que ahora se da ese apelativo), había música en directo,
entremeses, bailes, charangas, parodias y todo lo que se les pudiera ocurrir a
sus responsables para entretener durante varias horas al personal.
La máquina real
conquense, reconstruida por el equipo que encabeza Jesús Caballero, es un auténtico
escenario a escala, de seis metros de ancho por cuatro cincuenta de alto y
cinco de fondo, dotado de los ingenios necesarios para poder representar las
comedias barrocas para títeres. Detrás de la boca de la escena se encuentra la
maquinaria escénica, formada por cuatro varas de la que se pueden colgar
bastidores, luces, poleas y demás elementos necesarios junto con otras tres
varas para los telares de decorados, sin que falten el bambalinón y el telón de
boca. El responsable de este peculiar y bellísimo montaje nos informa además de
que tienen preparados casi 50 muñecos, elaborados de acuerdo con los cánones
tradicionales castellanos del siglo XVII, con 80 centímetros de
altura las figuras masculinas y 65 las femeninas, tallados unos y otros en
madera de tilo, policromados y complementados con los necesarios vestidos
elaborados también con tejidos de la época, en especial sedas y terciopelos.
Pero hay algo más, quizá mucho más, que desborda la escueta,
quizá fría, descripción técnica o aportación de datos numéricos. Ese algo más
se llama encantamiento, belleza, poesía, magia. Estas figuras que ahora nos
contemplan, expuestas en la iglesia de San Andrés, vienen a ser como una
recuperación fantástica del tiempo ido, una recreación magnífica de situaciones
en que las gentes y el teatro se sentían identificados en el común propósito de
vivir intensamente la vida, pasando sin transición de la calle y sus
circunstancias a los corrales de comedias, como si todo fuera lo mismo, pues en
verdad todo venía a ser un fantástico sueño en el que se intercambiaban las
vivencias y los encantamientos.
La máquina real
descansa ahora, cubierto el compromiso de celebrar aquí con ella el vigésimo
aniversario de la formación del grupo de Ciudades Patrimonio de la Humanidad,
pero los muñecos siguen existiendo, plácidamente expuestos en San Andrés, donde
aún podremos admirarlos algún tiempo más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario