José Luis Muñoz. Una visión permanente sobre las circunstancias de la vida cultural en Cuenca, comentada con espíritu comprensivo y un punto crítico. Literatura, arte, patrimonio, cuestiones cotidianas, a través de la mirada de un veterano periodista.
martes, 15 de octubre de 2013
OBJETOS ENCONTRADOS
Como vivimos tiempos ciertamente confusos, no se ha publicitado demasiado (en realidad, yo creo que nada) la notable noticia de que Cuenca tiene a mano un nuevo museo. Sencillamente, hace unas semanas abrió sus puertas y ahí está, en el mismísimo corazón de la ciudad, en la Plaza Mayor o, si queremos hablar con pureza y propiedad, al lado, en la calle Pilares pero, eso sí, con balcones a la plaza, circunstancia que con oportunidad pregonan quienes rehabilitaron este inmueble, al que vienen llamado así, El Balcón de la Plaza. Aquí estaba, y es una referencia histórica conveniente de saber (o recordar) la casa familiar de los Guzmán y Viloria, antigua estirpe de raigambre conquense venida a menos, como tantas otras y aquí, en el edificio debidamente restaurado por una de las personas que más sabe de esas cosas, el arquitecto Arturo Ballesteros, se han intentado diversas opciones de uso, todas ellas condenadas a morir a poco de iniciarse. Como no es cosa de andar entremetiendo noticias del pasado, dejemos estar todos esos proyectos frustrados para volver cuanto antes al del momento presente, con la sencilla esperanza de que las cosas ahora vayan por mejores vericuetos y pueda prosperar durante una larga vida.
Estamos ante uno de los más encantadores recintos palaciegos de estilo rural serrano de cuantos se pueden encontrar en Cuenca. Es inevitable aludir al edificio emblemático de este tipo de construcciones, las Casas Colgadas, cuya imagen surge ante nosotros, en buena manera, a medida que vamos paseando por las salas y encontramos los amplios ventanales abiertos a la Hoz del Júcar (el gran balcón central es impagable) o las más recoletas ventanas a la plaza, la poderosa estructura de madera, generosamente dispuesta tanto en los apoyos como en las techumbres, las hermosas paredes blancas, el potente suelo de baldosa tradicional que bien pudiera haber sido cocida en uno de los antiguos hornos de alfarero... Todo es aquí placentero, invitación a contemplar la belleza, desahogo sensorial para que el espíritu encuentre el sosiego que los políticos y sus circunstancias nos niegan con la sucesión de disgustos que planifican y ejecutan cada día. Por esas salas, siguiendo el juego audaz de subidas y bajadas, entreteniendo la mirada divertida, a veces con inevitable sorpresa, seguimos la ruta que marcan senderos de libertad para ir encontrando los objetos encontrados que Antonio Pérez ha ido coleccionando a lo largo de la vida, para demostrarnos qué importante es caminar por trochas y arcenes con los ojos bien abiertos, viendo en miserables cachivaches cubiertos de polvo y barro las imágenes que los demás, adocenados al fin, no sabemos apreciar.
Tiene Cuenca un nuevo museo, el Museo del Objeto Encontrado, audazmente situado hace años en San Clemente y ahora desplazado desde la señorial villa manchega hasta la capital porque allí, dicen sus regidores (así andan las cosas municipales) no ofrece interés, ni a los naturales del lugar ni a los turistas. Y por eso se ha trasladado hasta la capital, al lado mismo de la Plaza Mayor, en el corazón de esta ciudad antigua que sigue viviendo sueños inmortales pese a las calamidades de cada jornada, para quedar ahora alojado, haciendo vivir al edificio una nueva etapa de su azarosa vida. Ojalá, digo yo, sea la última, y ahora sí el nuevo Museo haya podido encontrar el gran y definitivo objeto, la sede permanente donde alimentar sueños, imaginación y sonrisas.
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