José Luis Muñoz. Una visión permanente sobre las circunstancias de la vida cultural en Cuenca, comentada con espíritu comprensivo y un punto crítico. Literatura, arte, patrimonio, cuestiones cotidianas, a través de la mirada de un veterano periodista.
domingo, 13 de octubre de 2013
LAMPEDUSA, UNA ISLA DE CINE
Esa imagen paradisíaca, la de una hermosa playa mediterránea, límpida y azulada, como corresponde al tópico, ocupada por docenas de hamacas y sombrillas que protegen a los bañistas del cálido sol de las costas sureñas, es la que nos había transmitido el tópico idílico, asentado con brumosas imágenes literarias, desde que su más ilustre hijo y habitante, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, nos conmovió con aquel hermoso, melancólico relato, El Gatopardo, que Luchino Visconti llevó al cine en 1963. También estaba bastante idealizada, aunque ya con firmes vinculaciones con la realidad, otra película, esta mucho más reciente, Respiro, dirigida por Emmanuele Crialese en 2002 (la pudimos ver en el Cine Club Chaplin), muy ajustada en la exposición del mundo de pescadores y hoteleros ocasionales que forman el entramado humano de la isla italiana, aunque más cerca de las costas africanas que de las europeas y eso explica el desastre inconcebible (inconcebible antes de que llegáramos a este tiempo nuestro en el que todo ya es posible) que está sufriendo ese tranquilo y cinematográfico reducto isleño. Nada que ver esa imagen de postal con las otras, las reales y dramáticas (y eso que los bondadosos realizadores de TV procuran ahorrarnos dolores a la hora de comer) que nos han llegado estos días, terribles, y más aún cuando desde el extremo tranquilo de la Unión Europea, donde duermen, comen y descansan plácidamente los burócratas del continente, se nos dan buenas palabras que es como decir no estar dispuestos a hacer nada práctico ni útil para conseguir desmontar este terrible negocio y esta insufrible tragedia humana. Lampedusa no es ya una isla bonita, turística, como quisieran sus habitantes, sino una simple escala en el camino hacia el infierno que emprenden cada día cientos de desdichados africanos, convencidos de que es mejor morir en el mar o hacer de gorrillas en las calles de las ostentosas ciudades europeas, que malvivir en sus propios países. Y lo terrible es que quizá tengan razón.
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