Tradicionalmente
las parejas han sido calificadas de diversas maneras: casados, los que habían
decidido pasar por la vicaría o el juzgado; novios, en trance de hacer lo anterior;
amantes, quienes no estaban casados ni pensaban estarlo, aunque convivían juntos,
de manera permanente o esporádica; amigos, quienes no tenían (aunque quizá lo
pensaran) vínculo amoroso alguno. Y luego estaban los ligues, los apaños, las
entretenidas y más que hay en cualquier repertorio de sinónimos.
La cosa empezó
a evolucionar cuando al término amante se le encontraron algunas connotaciones
peyorativas y molestas, por lo que se vio desechado del habla común, sustituido
por otros términos más ligeros. Compañeros, por ejemplo. O amigos. O pareja.
Que es como no decir nada, dejándolo todo en esa ambigüedad que tanto gusta a
los modernos, lo mismo en la vida que en la política o en las relaciones
personales.
Todo eso, en
el acontecer cotidiano de gentes normales y corrientes no tiene mayor
importancia y nos adaptamos a lo que viene, sea lo que sea. Pero ¿y si uno de
los implicados es personaje de alto copete, obligado a mantener actividades
públicas? El lenguaje, esa maravilla que los humanos tenemos a nuestra
disposición, ha descubierto el modo sutil con que se pueden sortear obstáculos
sociales. Y así acabamos de descubrir las generosas virtualidades del concepto
“primera dama”, hasta ahora reservado, por lo que yo se, a quien en la Casa
Blanca acompaña como esposa legítima al presidente de los Estados Unidos. Sin
necesidad de utilizar el ya periclitado Concorde, el término ha hecho el viaje
de vuelta a Francia para acomodarse en la figura de Valérie Trierweiler, que no
es la mujer del presidente Hollande (pues no están casados) y que era hasta
ahora la compañera, la pareja, la novia o cualquier otra cosa parecida (amante,
no, eso ya no se debe decir). Pero como al en apariencia aburrido y socio
presidente francés la ha salido una inesperada vena alegre y juguetona con la
actriz Julie Gayet (oportuno, muy oportuno, Intervíu
poniendo al descubierto sus méritos antiguos de los que, quizá, conserva
algunos o bastantes), dejándonos entrever un curioso ménage à trois que lleva
consigo la ridícula necesidad de calificar a una y otra de las concubinas del
presidente. Y de esa forma nos hemos enterado de que la Trierweiler es la
primera dama y la Gayet la segunda dama. Más vale no pensar en la posibilidad
de una tercera opción.
Pero conste
que, más allá de la frivolidad aparente de estas palabras, lo que me interesa,
de verdad, es mostrar una profunda admiración por la habilidad del idioma –los
idiomas- para adaptarse a todas las circunstancias humanas, incluso a las
generadas por los tontos que duermen en palacios.