Desde
hace unos días, San Sebastián (que es como en Europa llaman a lo que los vascos
y algunos españoles mal informados denominan como Donosti) ejerce como capital cultural
europea de la Cultura, distinción conseguida en severa pugna, ya olvidada, con
otras cuantas ciudades españolas que quisieron pujar por obtener ese galardón,
siendo elegantemente derrotadas. Por aquí, por estas ásperas estribaciones de
la Serranía ibérica, no parece haber mucho interés en recordar aquella triste
experiencia que vino a demostrar de manera fehaciente la incapacidad de quienes
entonces eran responsables de la cosa pública en Cuenca para conseguir
articular una propuesta mínimamente coherente y un poco atractiva. Todo se les
fue en fuegos de artificios. Con decir “somos los mejores” se creían que ya era
suficiente para convencer al jurado internacional que, cuando vino a Cuenca,
solo encontró humo y mucho “haremos” pero nada que ya estuviera hecho, ni
proyectado, ni siquiera pensado.
Pero
de eso, como digo, no hay muchas ganas de hablar por aquí. Es más cómodo
olvidarlo y más práctico aún proyectar algún viaje a San Sebastián, algo que
siempre es agradable y estimulante pero que ahora encuentra el complemento de
un increíble programa de actividades de todo tipo, como para no respirar ni
descansar si se hace una visita. Y ello, naturalmente, sin contar con otras
cosas bien conocidas, como la playa de la Concha, la gastronomía o las propuestas
vigentes de manera permanente, aparte las excepcionales de esta celebración.
Desde
aquí, desde esta Cuenca que a mediados de febrero aún no ha sido capaz de
definir qué se puede hacer en el programa alternativo preparado para este 2016,
hay que mirar hacia el norte peninsular, a la ribera del Cantábrico, donde ya
está en marcha la celebración de la capitalidad cultural europea de la Cultura.
Con envidia, desde luego. Que no es cosa mala, aunque algunos lo crean y otros
lo digan.