Hay,
de siempre, un singular empeño, condenado sistemáticamente al fracaso, lo que
no impide que uno tras otro docenas de especuladores estén obcecados con intentar
dar una respuesta imposible a lo que Cervantes no quiso señalar en manera
alguna, esto es, cuál era o podía ser, el lugar de la Mancha del que no quería
acordarse y en el que vivía su invención genial, el caballero Don Quijote. Es
un empeño vano, pero ahí están tantas mentes imaginativas empecinadas en poner
nombre al que, muy seguramente, no lo tuvo jamás, porque probablemente la
intención del autor era fijar solo una referencia genérica, La Mancha, sin
pensar o querer referirse a un lugar concreto del que, por eso mismo, no
ofreció pista alguna que hiciera posible su localización.
Ahora,
al hilo del cuarto centenario, se reavivan las búsquedas geográficas, solo que
ya no basta con pretender situar ese lugar ignoto señalado en el origen mismo
de la novela, sino que el propósito se amplia a otros escenarios, igualmente
susceptibles de recibir nombres concretos y fijación en capítulos determinados,
de manera que asistimos a una singular competición entre todos los cronistas o
aficionados locales para atribuir a su pueblo esta mención, aquella referencia
o el conocido episodio de molinos, carneros, ventas o titiriteros. El Quijote
fue, en este sentido, una obra absolutamente abierta y por tanto susceptible de
cualquier interpretación. No hay más que tener un poco de habilidad, conocer
algo de los caminos que cruzan los mapas y llevar de la mano a caballero y
escudero para que atraviesen por aquí o por allá, se detengan en este punto o
veinte kilómetros más allá. Eso sí, todos los inventores de rutas y aventuras
aportan tan convincentes argumentos que uno está dispuesto a creerlos… hasta
que llega otro posterior y desmonta la teoría ya aceptada para sustituirla por
otra igualmente razonada con todo lujo de detalles.
De todas
estas fantasías literario-geográfico-turísticas (porque, en el fondo de todo,
lo que hay es el declarado propósito de que acudan cientos de visitantes a
disfrutar del lugar “real” en que sucedió este o aquel capítulo quijotesco) la
más llamativa es la que se refiere a la Serranía de Cuenca, cuyos promotores lo
cuentan con tal convicción que ya vemos a Don Quijote atravesando la hoz de
Beteta, recalando en Cañizares, hospedándose en la Herrería de Santa Cristina o
tomándose un baño reparador en el Solán de Cabras, por más que Cervantes, a quien
también se le describe como residente en estos parajes, nunca escribió ni una
sola línea sobre ellos, señal evidente de que no los conocía tan bien como
pretenden los exégetas de semejante caso.
Más
valía, digo yo, que unos y otros entretuviéramos estos tiempos ociosos haciendo
lo más productivo: leer el Quijote, que eso sí es disfrutar.