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domingo, 26 de noviembre de 2017

LA BIBLIOTECA DEL PARQUE DE SAN JULIÁN



       Hay una publicación sencilla, sin las alharacas de diseño que ahora están tan de moda y que, en muchos casos, se imponen a los contenidos, en curiosa aplicación del viejo dicho de que los árboles no dejan ver el bosque. Se llama Entre líneas y la publica la Biblioteca Municipal de Cuenca. Ahí, en esas páginas, entre noticias bibliográficas, novedades, comentarios de libros y de autores, dicho todo con funcionalidad amable y atractiva, se deslizan de vez en cuando algunos artículos de interés, como este, que lleva la firma de Olga Muñoz y nos trae al presente el recuerdo de la Biblioteca que existió en el parque de San Julián, en el interior del quiosco de la música y que, como se dice en el inicio del artículo, aún recuerdan con cariño las personas mayores que la conocieron
       Esta biblioteca popular fue organizada por el profesor de la Escuela Normal y concejal del Ayuntamiento don José Niño, quien se planteó preparar una propuesta alejada de la aridez para que en ella primara el carácter ameno, ligero e instructivo que tienen en todas partes estas especiales bibliotecas de jardines públicos. Con esta idea, el señor Niño suscribió al Ayuntamiento a la “Biblioteca Popular Cervantes”. También  había comprado al librero de la ciudad, Vicente Escobar varias obras entre las que se encontraban novelas de Clarín y Blasco Ibáñez, poesía de Rubén Darío o la obra de Fermín Caballero “Conquenses Ilustres”. El presupuesto ascendió a 500 pts., y recibió el visto bueno del órgano municipal.
      Con paciencia y mucha voluntad, recurriendo a donaciones de diversas fuentes, consiguió inaugurar la biblioteca en este pequeño local situado en el centro del jardín, con un millar de libros, el 15 de junio de 1928. Al día siguiente de la inauguración, José Niño enviaba un entusiasta artículo al periódico, en el que explicaba que había intentado crear una biblioteca municipal en la ciudad pero al no recibir apoyo optó por una empresa “más modesta”, conocedor de otros proyectos similares en parques y jardines españoles, y convencido de que estas bibliotecas son “una de las creaciones más delicadas de nuestra generación, y la manifestación más hermosa de la educación y la cultura modernas”. Un año más tarde, ya habían pasado más de 9.000 lectores por la biblioteca, considerada todo un éxito en la prensa local. La guerra civil  interrumpió su funcionamiento, aunque volvió a ponerse en marcha de manera intermitente. Muchos conquenses recuerdan aún con nostalgia aquella biblioteca del parque, como Nicasio Guardia, en su libro El Parque de San Julián: “...la antigua biblioteca, que funcionaba en la parte baja del kiosco, en la que los niños de entonces leíamos las novelas de Emilio Salgari y nos encandilábamos con las aventuras de Yáñez y Sandokán; mi vicio por la lectura lo debo en gran parte a aquella biblioteca”. 
      Dice Olga Muñoz que también muchos de los usuarios habituales, los que van a diario a la Biblioteca del Centro Cultural Aguirre, conservan un cariñoso recuerdo de la biblioteca popular “Fray Luis de León”. Los libros que han sobrevivido al paso de los años se encuentran ahora en esta biblioteca, heredera de aquélla iniciativa que abrió camino para llevar la lectura a todos los conquenses ofreciendo libros entretenidos, variados, accesibles, en una ubicación céntrica y en un entorno querido por todos.
      Desde el recuerdo y, por qué no, desde la nostalgia, pienso que sería una buena idea, una idea excelente, recuperar también en Cuenca las bibliotecas en los jardines y en otros espacios públicos similares, como en la ribera del Júcar.

viernes, 6 de enero de 2017

EL MALTRATADO QUIOSCO DEL PARQUE



         Cierto sector de la vida ciudadana, incluidos algunos ilustres regidores municipales, se vienen mostrando proclives a poner las manos y los dineros públicos en el inútil Bosque de Acero, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, o sea, que pueden llegar dineros de Europa y en vez de utilizarlos en cosas prácticas y asequibles parece mejor seguir despilfarrándolo en sandeces sin fuste ni fundamento. Como dice una persona a la que respeto, lo peor que le puede pasar a un Ayuntamiento es tener dinero y si es abundante, peor todavía.
            En vez de andar jugueteando con esas elucubraciones fantasiosas, sería más útil, digo yo, poner los pies en la tierra y, por ejemplo, invertir cuatro perras en pintar la rayas de las calles, sobre todo las de los pasos de peatones. Vean, si no, cómo han desaparecido por completo las de la calle Alfonso VIII, donde cualquier día de estos, alguno de los vehículos (y en ese concepto se incluyen coches, autobuses y motos) que van a cien por hora se lleva por delante a un incauto peatón.
            Pero si eso parece cosa prosaica, de poco fuste, los ojos municipales podrían ponerse en otros asuntos, como el desdichado quiosco de la música del parque de San Julián, al que prendieron fuego unos desaprensivos en los ardores del verano, destruyendo así un panel de los bonitos mosaicos que lo adornan.
            ¿Ha oído alguien si algún concejal, del poder o de la oposición, ha presentado ruego, pregunta o interpelación sobre la necesaria reposición de esos mosaicos? Pues no, que yo sepa.
            Más valía, sigo diciendo yo, que pusieran manos a una obra tan asequible, discreta y poco costosa, en ver de estar elucubrando sobre otras cuestiones.


viernes, 16 de enero de 2015

EL PEDESTAL SIN ESTATUA


En 1927 se completó el diseño del parque de San Julián (entonces de Canalejas) en el centro de Cuenca, el primer jardín con que contaba la ciudad, y en cuya preparación arbórea se habían invertido los diez años anteriores. Ahora, en ese momento, la dotación se completaba con la colocación de un bonito kiosko para la música en el centro y de tres esculturas, encargadas todas al gran maestro de la época, Luis Marco Pérez. Una tras otra, fueron situadas la dedicada a Lucas Aguirre, la de Gregoria de la Cuba y la de El Hombre de la Sierra, réplica de la que había obtenido la medalla de oro en la exposición nacional de Bellas Artes del año anterior. Ha pasado pues, casi un siglo y la escultura ha resistido calores y tempestades, épocas de penurias, de crisis y de guerras civiles, ha sentido sobre su piel la caída de las hojas de otoño, la caricia del frescor primaveral, los cálidos rayos del sol veraniego, el azote de la fría nieve. Varias generaciones de conquenses se acostumbraron a sentir la presencia de esa estatua mientras los niños jugaban con la arena del parque o dejaban pasar entre los árboles las notas musicales de los conciertos de la Banda. La escultura estaba ahí, cumpliendo su papel ornamental, silenciosa, tímida, sin protestar ni quejarse por los atentados de los vándalos que de vez en cuando sentían el deseo de pintarrajearla. A nadie molestaba. Hasta que alguien, llevado por impulsos que merecerían una severa censura ciudadana, ha cometido la felonía de llevarse la escultura para depositarla en el Museo de la Semana Santa, dejando el pedestal vacío, desnudo, incumpliendo la misión para la que fue fabricado y, lo que es peor, traicionando la voluntad del artista, Marco Pérez, que diseñó esta figura para estar al aire libre, no en un museo. Ese era su destino, su utilidad: embellecer el parque de San Julián. Marco Pérez se merece todos los honores en los museos, pero no se merece el desaire, a título póstumo, de retirar injustificadamente su obra de donde él quiso que estuviera, el parque de San Julián.