El nombre
de Mateo López es moderadamente conocido en Cuenca, ciudad en la que trabajó
intensamente como arquitecto (maestro de obras, se decía entonces, en la
transición de los siglos XVIII a XIX), asumiendo en primer grado la
responsabilidad de introducir una considerable modificación urbanística en el ámbito
urbano, hasta el punto de dar el aspecto que hoy ofrece, incluyendo la subida a
la Plaza Mayor desde el puente de la Trinidad. Además, es responsable de un
libro de singular importancia, no por su estructura literaria, que es
francamente deplorable, sino por su contenido, fiel al título que le otorgó, Memorias históricas de Cuenca y su obispado,
redactadas hacia 1786 para ser presentadas (y premiadas) en un concurso
convocado por la Real Sociedad Económica de Cuenca, aunque permanecieron inéditas
hasta que Ángel González Palencia las rescató del olvido y el polvo para ser
publicadas en 1949 en dos volúmenes. En ese texto, ya el erudito investigador
conquense inserta un amplio apunte biográfico sobre Mateo López, que hasta
ahora ha venido a ser prácticamente el soporte único de referencia para hablar
del autor y el arquitecto, déficit de conocimiento superado a partir del
valioso libro escrito por Amalia López-Yarto Elizalde con un título tan
concreto como expresivo: Mateo López. Vida
y obra de un arquitecto de Iniesta. En la noble villa iniestense, en
efecto, nació el protagonista de esta nota, en 1750, aunque en seguida la
familia se trasladó a la capital de la provincia, donde el padre encontró
trabajo como albañil y a su amparo se formó inicialmente el futuro arquitecto. A
partir de ahí y en los años futuros encontraremos a Mateo López trabajando
intensamente en la ciudad de Cuenca, participando en un largo repertorio de
obras: las gradas de la catedral, reforma del cuartel de Milicias, dependencias
de la Casa Consistorial donde hizo el proyecto de un nuevo oratorio, varias
iglesias en la provincia, la torre de la iglesia de San Pedro, la preparación
de los festejos conmemorativos de la llegada al trono de Carlos IV, la ya
citada ordenación urbanística para corregir y suavizar la subida a la Plaza
Mayor de Cuenca, la preparación de la salida del Camino Real desde el puente de
San Antón hacia Madrid, el Edificio Palafox, importantísimas intervenciones
para mejorar la red de cañerías de la ciudad, las dos escuelas del Obispo
Palafox, la reforma de la Casa de Misericordia y otras numerosas obras de la época.
Todo ello, aquí tan escuetamente expuesto, da una idea global de la importancia
objetiva que para la historia y la arquitectura de Cuenca ofrece la figura de
Mateo López a quien, sin embargo, no se había dedicado especial atención, salvo
el ya citado apunte biográfico de González Palencia, escasez que ahora queda
compensada con este valioso libro, obra de la historiadora Amelia López-Yarto,
bien conocida en Cuenca por su especialización en cuestiones relacionadas con
la orfebrería y la rejería, a las que ya ha dedicado sendos valiosos volúmenes.
El libro que ahora nos ocupa está trazado con el rigor austero propio de este
tipo de trabajos, sin licencias literarias ni elucubraciones artísticas,
sustituidas por la exposición lineal y la abundancia de datos que nos ayudan a
recrear, no solo la personalidad del biografiado, sino también, y sobre todo,
el ambiente de una ciudad y una provincia en destacado proceso evolutivo, lo
que nos permite señalarlo como una de las obras más notables editadas entre
nosotros en los últimos tiempos.
José Luis Muñoz. Una visión permanente sobre las circunstancias de la vida cultural en Cuenca, comentada con espíritu comprensivo y un punto crítico. Literatura, arte, patrimonio, cuestiones cotidianas, a través de la mirada de un veterano periodista.
jueves, 11 de diciembre de 2014
NOTICIA DE PEDRO GANDÍA
Conviene, de vez en cuando, otear el horizonte y
encontrar, en la diáspora, nombres cuya vinculación con su tierra natal
(Cuenca, en este caso) se ha ido difuminando por razones no siempre evidentes
ni concretas. Sencillamente, pasa. Él (o ella) se va desentendiendo de sus
orígenes y el soporte geográfico, de por sí olvidadizo y poco generoso con los
ausentes, tiende un velo en apariencia sutil pero que se va haciendo más tupido
a medida que pasa el tiempo. Intentemos abrirle una hendidura para, a través de
ella, encontrarnos con Pedro Gandía (Minglanilla, 1953), residencia en Valencia
desde su juventud, primero por motivos laborales (docentes) luego por
afinidades sentimentales y literarias. Licenciado en Filología Hispánica a la vez
que músico, escultor y pintor, especie de hombre del Renacimiento trasplantado
a estos mundos informáticos, residió largas temporadas en Roma, Florencia y
París, y de esta última volvió con suficiente dominio y amor al francés como
para ser capaz de traducir a varios clásicos (Gautier, Baudelaire, Nerval,
Valéry) y escribir poesía en francés, como sucede en su último libro, Luz negra (Valencia, 2014) publicado en
edición bilingüe, para constatación cierta y comprobable de que efectivamente
domina los dos idiomas y ello proporciona el doble placer de experimentar la
calidad, calidez y sensualidad del verso del autor con los matices
diferenciados que ofrecen ambos lenguajes. Y así, El tiempo crea su ídola / astro lacteado en negro encuentra su
natural antítesis en el otro lado del espejo: Le temps crée son idole / astre lacté de noir. Es la poesía de
Pedro Gandía profundamente directa, arraigada en los sentimientos íntimos y en
la sensibilidad de la superficie de una piel proclive a dejarse llevar por la
pasión, la caricia, la sensualidad, con un leve toque de erotismo subyacente
que el autor no permite nunca llegue a manifestarse de manera explícita,
prefiriendo la insinuación de unos placeres que él mismo, sin duda, ha
experimentado, y desea transmitir al lector, cuyo sosiego inicial se ve
impulsado a mostrarse receptivo ante un planteamiento claramente hedonista,
amistosamente lúdicos:
Hada o dios coronado de castas lunas
pérfidas,
espíritu de fuego vuelto huelo llameante,
convierte en su palacio, donde el vicio
es virtud,
el espejo en que Hermes y Afrodita
copulan.
En la expresión poética encuentra Pedro Gandía su más
íntimo mecanismo de expresión, a la búsqueda siempre de la verdad del ser
interior que transita por los versos. En dos ocasiones, el autor pasó de la
poesía a la prosa, pero es en la primera donde acierta a transmitir un mundo
interior que se adivina envuelto en la plenitud de unos sentimientos no
totalmente ajenos a la angustia. Ganador de varios premios literarios,
finalista del concurso “La sonrisa vertical”, su obra poética (Sábana blanca, sábana negra, 1973; Cacería,
1983; Tríptico del tiempo, la belleza
y la muerte, 1983; Columnata,
1990; Amuatar, 1992; Bajo una luz antigua, 1993; Hel i xs, 1998; El perfume de la pantera, 1999; Acrópolis, 2011 ofrece ya un panorama de sólida madurez expresiva
que propicia el encantamiento envolvente de un mundo personal que surge de la
intimidad para manifestarse abiertamente.
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