jueves, 10 de agosto de 2017

RECUERDO DE RAFAEL ALFARO



            “Al sur de nuestra provincia, en la comarca de La Mancha, atravesado por el río Córcoles y acurrucado a los pies del cerro del Castillejo, sobre el que emergen las ruinas de un antiguo castillo, se encuentra uno de esos pequeños pueblos blancos y silenciosos que hacen de la nuestra una tierra no solo a destacar por sus contrastes paisajísticos o sus eternas puestas de sol”.
            Así comienza el relato que, en forma de nota de prensa, informaba del acto celebrado en el pueblo en cuestión, El Cañavate, en recuerdo y homenaje del sacerdote poeta Rafael Alfaro. Un acto al que me hubiera gustado poder acudir, y lo hubiera hecho, de haber estado en Cuenca esos días, pero ya que la lejanía lo impidió en su momento, sí quiero hacerlo ahora, en este rincón donde anidan estos comentarios sobre la actividad cultural en Cuenca, compensando así, espero, aunque levemente, la total ausencia de esta noticia en los medios de información locales, siempre muy ocupados con otras cosas de mayor fuste.
            Rafael Alfaro había nacido en El Cañavate en 1930 y murió en Granada en 2014, con una etapa intermedia en que ejerció tareas pastorales en Centroamérica. Era sacerdote salesiano y escritor, con marcada tendencia hacia la poesía más que hacia la prosa; varios premios literarios reconocieron el mérito de su obra poética, alejada de estridencias, de corte clásico y tendencias hacia el intimismo y la mística, lo que le vinculó a una corriente muy específica dentro de las letras españolas, en las décadas del tramo final del siglo XX.
            En el homenaje ofrecido en su pueblo, en presencia de algunos familiares, Juan Clemente Gómez pronunció una conferencia titulada “Rafael Alfaro, vida y obra literaria” y se colocó una placa recordatoria en la cada en que nació. El Instituto de Estudios Conquenses impulsó esta iniciativa que forma parte de las meritorias y no muy frecuentes, en el fondo y en la forma. Mírese, por ejemplo, a la capital de la provincia, donde se cuentan con los dedos de una mano los edificios señalados con una placa que de fe de alguien que nació o vivió allí.


LA RUTA DEL BARROCO POR CUENCA


           Hace unos meses tuve la oportunidad de participar en una buena idea. La idea hubiera sigo igualmente buena aún sin contar conmigo, pero como me invitaron a formar parte de ella, lo digo. La invención se llama “Ruta Barroca” y lleva un subtítulo explicativo: “Música y Arquitectura”. Fue uno de los actos paralelos inscritos en el programa de la Semana de Música Religiosa, que este año cumplía su edición número 56 y que se desarrolló con toda normalidad, a pesar de los agoreros que preveían los males del infierno a causa de las dificultades surgidas en la transición entre el grupo directivo cesado y el que ha llegado nuevo.
         Aparte esa cuestión, la idea consiste en recorrer una serie de iglesias marcadas por el periodo barroco y singularmente por la activísima presencia del gran José Martín de Aldehuela. La ruta barroca, gratuita para los asistentes, dicho sea de paso, se inició el miércoles en la iglesia de la Virgen de la Luz, continuó con la capilla del Hospital de Santiago (donde hice yo la oportuna explicación) y concluyó ese día en la iglesia del monasterio de la Concepción franciscana, en la Puerta de Valencia. En cada caso había una intervención sobre las características históricas y artísticas del edificio elegido y un breve concierto con obras de Haendel, los dos primeros con intervenciones vocales y el último exclusivamente musical. Por cierto, las tres interpretaciones, magníficas.
         Un amistoso grupo formado por unas cincuenta personas participó animosamente en la excursión urbana, caminando por las calles de Cuenca de edificio en edificio, una experiencia que considero ha sido del máximo interés. En el grupo había por lo menos tres ciudadanos de Cuenca, cifra considerable si tenemos en cuenta la apretada agenda que los conquenses tenemos esos días, entre procesiones, preparativos para las procesiones, visita a las terrazas de los bares, paseos por los centros comerciales y otras actividades similares. Que tres personas tengan interés por visitar los edificios monumentales de su ciudad es verdaderamente un caso muy meritorio.
          Con ese gesto se ha puesto el germen para el desarrollo de un proyecto más ambicioso, que ya se insinuó hace tiempo sin cuajar en nada y que ahora parece querer volver a estimularse: una ruta cultural y turística por el barroco conquense, algo que no está contemplado para nada en los tópicos recorridos que los guías convencionales ofrecen a los visitantes de esta ciudad pero que, además, sería de enorme utilidad para los propios conquenses, empezando por los grupos de menor edad y más desconocedores de en qué tipo de ciudad vivimos.
         Esperaremos a ver si se trata de una cortina de humo más de las que con tanta frecuencia surgen entre nosotros o si realmente es un proyecto llamado a tomar forma real y efectiva.

EL DISCURSO POLÍTICO EN VERSIÓN LOCAL



Siempre me gusta leer, cada domingo, la columna que firma Álex Grijelmo en el suplemento Ideas que publica El País, con sus muy atinadas observaciones sobre el lenguaje que maltratamos cotidianamente, sobre todo en grupos sociales muy determinados, como los charlistas de radio y TV, los políticos y los deportistas, amén de algunos otros. A los políticos y su peculiar jerga se refería Grijelmo en su última entrega dominical que, además de ilustrativa e interesante, resulta divertida.
Es verdad que casi todos hemos asumido, con mansa aquiescencia, que los políticos tienen unos códigos expresivos que no son los que utilizamos el común de las gentes de a pie, pero como nos hemos acostumbrado a esa palabrería, ya no nos sorprende. Sí nos resultaría chocante que, en una conversación normal, entre personas no signadas por el aura de la política, nos dijéramos algunos a otros las cosas que ellos se dicen.
Y así, saliendo el ámbito generalista en que se mueve Grijelmo y entrando en el nuestro, provinciano y conquense, les oímos decir, una vez y otra, que tal cosa ocurre “como no puede ser de otra manera”, dando así un grado de firmeza a lo que, desde luego, sí puede ser de otra manera, todo puede ser de otra manera y nada está sujeto al fatalismo de lo inamovible.
O tienen siempre a mano lo de “ser referente”, que aplican con alegre displicencia a cualquier cosa. Que se abre un museo, será referente en su especialidad; que hay un curso de manipulación de hojarasca, “servirá de referencia”, que se les ocurre pintar las paredes de violeta, eso “será referente en el sector” y así hasta el infinito. Claro que, más eficaz aún, es lo de “poner en valor”, que viene a cuento en todo momento, sea o no de aplicación al caso. Y, por supuesto, no puede faltar distinguir claramente en el discurso entre “ciudadanos y ciudadanas”, sandez idiomática en mala hora puesta en vigor por uno de ellos y rastreramente aceptada por todos los demás, temerosos de que si usan el lenguaje con la corrección debida (“ciudadanos” basta y sobre para incluir en ese genérico a todos, no solo hombres, sino también mujeres y homosexuales) serán acusados de machistas o cosas peores, riesgo que sí asumimos libre y conscientemente quienes nos dedicamos al oficio de escribir y procurados, con la humildad necesaria, ser respetuoso con el idioma que manejamos.
Pero ajenos a todo eso y a cosas más profundas, los políticos, a todos los niveles, seguirán castigándonos con una forma de hablar ciertamente peculiar, casi exclusiva para ellos y que los demás, ciudadanos de a pie, seguimos con el mejor humor posible, sabiendo lo que quieren decir, aunque lo digan mal.
Porque si hablaran bien, en un idioma inteligible, sin tópicos, mentiras o medias verdades, llamando a las cosas por su nombre, a lo mejor saldríamos todos corriendo.
(Como ilustración he encontrado en Google esta imagen de un grupo de políticos discutiendo sobre el calentamiento global, escultura de Isaac Cordal, que existe en Berlín).



LA MIRADA DE ZÓBEL SOBRE CUENCA



            
El inicio del mes de junio suele estar marcado cada año por el nombre (su recuerdo) de Fernando Zóbel. Murió el día 2, en Roma, en 1984; tres años antes, el 5 de junio de 1981, entregó su colección, la del Museo de Arte Abstracto, a la Fundación Juan March, en lo que fue una decisión que disgustó a los políticos locales de entonces pero que fue de una clarividencia asombrosa, porque con ese gesto garantizó la pervivencia de su legado que, de haber caído en manos municipales, estaría en el mismo sitio en que hoy se encuentran los de Juan Zavala o Raúl Chávarri o Manuel Real Alarcón o Pedro Mercedes, o sea, almacenados en oscuros depósitos, invisibles para todo el mundo.
           


Han pasado ya 33 años y sin embargo la figura de Zóbel sigue planeando con total vigencia sobre el arte español (su obra se revaloriza por días) pero, sobre todo, en cuanto interesa a nuestra visión localista, en torno a Cuenca. Esto no es frecuente. Soy consciente de que los seres humanos, una vez que cumplen con su periodo vital, pasan casi de inmediato al olvido. Podemos constatarlo intentado recordar a figuras de más o menos relieve, escritores o artistas, muertos hace apenas unos meses o un par de años, cuya memoria se ha diluido por completo, arrastrada por esa corriente impetuosa que solo da vigencia a lo más inmediato, a lo que está de moda. No es el caso de Zóbel y eso me parece verdaderamente notable.
            Una muestra de la vigencia de Zóbel y de su mirada sobre Cuenca la encontramos en un hecho reciente, casi anecdótico. Hace unas semanas apareció en el escaparate de una librería de Cuenca un título rescatado de las sombras difusas del tiempo: Cuenca. Sketchbook of a Spanish Hill Town, sin identificación de autor aunque el delicioso trazo del dibujo incluido en la portada permite adivinar fácilmente a quien se debe la obra. Entre mis pequeños tesoros bibliográficos está la dedicatoria que me firmó Zóbel en la edición original: “Para José Luis en el estudio el 12 de enero 1976”. Lo había editado la Harvard College Library en 1970 y ahora reaparece en edición facsímil impulsada por la Fundación March. No tengo la menor idea de cuántos habitantes de esta ciudad conocían este libro, una auténtica joya, pero imagino que pocos, por lo que no me importa recomendar calurosamente a quienes no lo tengan que busquen ahora esta reedición (la original se agotó hace lustros) y disfruten con ella.
            El texto introductor, breve, está en un inglés muy asequible, pero lo realmente valioso e interesante son los deliciosos dibujos de Zóbel, la mayoría en suave línea negra pero algunos de ellos coloreados y acompañados todos de un breve comentario personal que no solo ayuda a entender a la persona sino también su visión de la ciudad que voluntariamente eligió para vivir. Observa las calles, los rincones, las personas. Su imagen de la plaza entonces de Cánovas, sin el Nazareno pero con el Pastor de las Huesas del Vasallo, le merece este comentario: “La plaza, con el monumento al pastor, y encima, el hospital de Santiago. Lo verdaderamente característico son los conquenses paseándose por el centro de la calle Carretería”. Dibuja Zóbel, sobre todo, los rincones de la parte alta, y con su trazo nos devuelve las imágenes de una ciudad perdida, adormecida ya en la memoria, desconocida para quienes han venido después: “La casa de Antonio Saura en la calle de San Pedro. A la izquierda el estudio (con una raja de arriba hasta abajo que ahora la está arreglando Emilio), en medio el patio con jardín, y a la derecha, la casa propiamente dicha. La que sigue es la de Ángeles Gasset”.
            Están también los interiores de algunas casas, de la suya propia, o de los sitios que frecuentaba y lo describe no solo con la minuciosidad del dibujo sino también de la palabra, tan querida y tan bien tratada por el artista. “Nuestro comedor en el restaurante Baviera. Antes esto era un almacén de botellas que tenía Pepe. Le pintamos las paredes de chocolate, el suelo de naranja tostado y las puertas blancas. Y luego colgamos carteles de exposiciones. Yo le regalé unos tarros de farmacia para las flores y le pintamos las sillas de negro. El teléfono sobra, pero qué le vamos a hacer?”.

            Entrañable Fernando Zóbel e inmensa su capacidad, para con tan limpios y sencillos elementos (unos dibujos, unas palabras)  ofrecernos un considerable contenido descriptivo, urbanístico y sentimental de esta ciudad.

ÓSCAR PINAR EN EL PAISAJE URBANO DE CUENCA


            Todas las muertes llevan consigo un sentimiento de pesar, más acentuado en la medida en que el fallecido ha estado acompañado de cierta notoriedad pública (artista, escritor, deportista, político), pero hay además un grupo, no muy amplio, que produce una cierta orfandad visual, porque su figura estaba tan presente en la vida cotidiana que, por decirlo de algún modo, formaba parte del paisaje urbano. Óscar Pinar estaba en ese grupo. Durante años, su figura estaba vinculada a cualquiera de los rincones de la parte antigua de Cuenca. De hecho, la última vez que lo ví fue un par de semanas antes de morir, cargado con su caballete y maleta, cubierto con su inevitable sombrero de paja, en las inmediaciones del puente de la Puerta de Valencia. Antes, hace unos años, le dediqué un comentario cuando estaba pintando en el puente de los Descalzos. Porque a Óscar Pinar lo podíamos encontrar en cualquier momento, en horas en que le podía acompañar la luz solar, para dedicarse, de manera incansable, a lo que era para él no sólo un oficio profesional sino una vocación insustituible, un fervor natural permanente hacia la habilidad de combinar en la paleta aquellos colores tan personales que nos permitían a todos, de inmediato, reconocer su obra.
            No fue un pintor exclusivo de Cuenca pero sí la ciudad estuvo presente de forma mayoritaria en sus objetivos. Pintó también en abundancia los campos alcarreños y manchegos e incluso de otros territorios más alejados a los que viajó para presentar exposiciones. Era, estoy seguro, uno de los últimos paisajistas conquenses y, desde luego, muy seguramente, el último en pintar en vivo y en directo; si hay más, yo no los he visto pero puede que los haya.
            De las diversas cualidades humanas de un siempre bondadoso Óscar Pinar, a la vez siempre también severamente crítico hacia los factores negativos (que los hay, y no son pocos) envolventes en esta ciudad de nuestros dolores, hay una que me pareció muy respetable: su presencia constante en cualquier cita de carácter cultural, a las que acudía puntualmente, en la mayoría de los casos acompañado de su mujer.

            Vuelvo al comienzo. No sólo hemos perdido un ser humano, un artista, sino un elemento sustancial del paisaje urbano de Cuenca.