El inicio
del mes de junio suele estar marcado cada año por el nombre (su recuerdo) de
Fernando Zóbel. Murió el día 2, en Roma, en 1984; tres años antes, el 5 de
junio de 1981, entregó su colección, la del Museo de Arte Abstracto, a la
Fundación Juan March, en lo que fue una decisión que disgustó a los políticos
locales de entonces pero que fue de una clarividencia asombrosa, porque con ese
gesto garantizó la pervivencia de su legado que, de haber caído en manos
municipales, estaría en el mismo sitio en que hoy se encuentran los de Juan
Zavala o Raúl Chávarri o Manuel Real Alarcón o Pedro Mercedes, o sea,
almacenados en oscuros depósitos, invisibles para todo el mundo.
Una muestra
de la vigencia de Zóbel y de su mirada sobre Cuenca la encontramos en un hecho
reciente, casi anecdótico. Hace unas semanas apareció en el escaparate de una
librería de Cuenca un título rescatado de las sombras difusas del tiempo: Cuenca. Sketchbook of a Spanish Hill Town, sin
identificación de autor aunque el delicioso trazo del dibujo incluido en la
portada permite adivinar fácilmente a quien se debe la obra. Entre mis pequeños
tesoros bibliográficos está la dedicatoria que me firmó Zóbel en la edición
original: “Para José Luis en el estudio el 12 de enero 1976” . Lo había editado la
Harvard College Library en 1970 y ahora reaparece en edición facsímil impulsada
por la Fundación March. No tengo la menor idea de cuántos habitantes de esta
ciudad conocían este libro, una auténtica joya, pero imagino que pocos, por lo
que no me importa recomendar calurosamente a quienes no lo tengan que busquen
ahora esta reedición (la original se agotó hace lustros) y disfruten con ella.
El texto
introductor, breve, está en un inglés muy asequible, pero lo realmente valioso
e interesante son los deliciosos dibujos de Zóbel, la mayoría en suave línea
negra pero algunos de ellos coloreados y acompañados todos de un breve
comentario personal que no solo ayuda a entender a la persona sino también su
visión de la ciudad que voluntariamente eligió para vivir. Observa las calles,
los rincones, las personas. Su imagen de la plaza entonces de Cánovas, sin el
Nazareno pero con el Pastor de las Huesas del Vasallo, le merece este comentario:
“La plaza, con el monumento al pastor, y
encima, el hospital de Santiago. Lo verdaderamente característico son los
conquenses paseándose por el centro de la calle Carretería”. Dibuja Zóbel,
sobre todo, los rincones de la parte alta, y con su trazo nos devuelve las
imágenes de una ciudad perdida, adormecida ya en la memoria, desconocida para
quienes han venido después: “La casa de
Antonio Saura en la calle de San Pedro. A la izquierda el estudio (con una raja
de arriba hasta abajo que ahora la está arreglando Emilio), en medio el patio
con jardín, y a la derecha, la casa propiamente dicha. La que sigue es la de
Ángeles Gasset”.
Están también los interiores de
algunas casas, de la suya propia, o de los sitios que frecuentaba y lo describe
no solo con la minuciosidad del dibujo sino también de la palabra, tan querida
y tan bien tratada por el artista. “Nuestro
comedor en el restaurante Baviera. Antes esto era un almacén de botellas que
tenía Pepe. Le pintamos las paredes de chocolate, el suelo de naranja tostado y
las puertas blancas. Y luego colgamos carteles de exposiciones. Yo le regalé
unos tarros de farmacia para las flores y le pintamos las sillas de negro. El
teléfono sobra, pero qué le vamos a hacer?”.
Entrañable Fernando Zóbel e
inmensa su capacidad, para con tan limpios y sencillos elementos (unos dibujos,
unas palabras) ofrecernos un
considerable contenido descriptivo, urbanístico y sentimental de esta ciudad.
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