Probablemente
todo el mundo sabe lo que es un candado, ese artilugio ciertamente ingenioso,
de variables dimensiones, que sirve lo mismo para cerrar una maleta, un portón
sin cerradura, una tapia alambrada o la taquilla de un vestuario. Pese a su
utilidad, se trata de un invento relativamente moderno, pues fue a finales del
siglo XVII cuando lo inventó un sujeto escandinavo llamado Federico Javier
Pitton, que poseía una fábrica de materiales metálicos en la que elaboraba
productos varios, a los que unió el candado, bien distinto de los modelos que
hoy conocemos. Pero claro, no es cosa de hacer aquí una docta historia sino
comentar la curiosa utilidad que los jóvenes del siglo XXI le han encontrado y
que ya se encuentra presente en Cuenca, en el más emblemático de nuestros
puentes, el de San Pablo.
Por algún
motivo misterioso, los enamorados gustan de proclamar a los cuatro vientos la
etérea situación anímica en que se encuentran. Nadie quiere llevar el
enamoramiento en la intimidad, sino que es conveniente lanzarlo al conocimiento
general para que todo el mundo pueda compartir tan placenteras sensaciones que,
en el inicio embobado quieren que dure toda la eternidad. Un método histórico
fue el de grabar nombres o iniciales en las cortezas de los árboles, en muchos
casos con la compañía de un bonito corazón. Luego aparecieron los graffitis
embadurnando tapias y paredes. Hay quienes prefieren elaborar llamativas
pancartas, sobre todo si se trata de anunciar la próxima boda y la cuelgan
donde pueden. Los métodos y variedades son diversos, según la capacidad
imaginativa de cada cual.
La moda,
ahora, es colocar candados en los puentes. Que lo hagan los naturales del lugar
entra dentro de la normalidad, pero ¿y los turistas? Me imagino a esas jóvenes
parejas de enamorados transportando en la mochila o la maleta el candado que
van a anudar a las barandillas del puente de San Pablo y, lo que es más
llamativo, junto con un taladro mecánico, puesto que muchos de ellos precisan
de hacer un agujero previo. Cosa tan prosaica para un objetivo tan poético es
realmente original.
Parece que
debe adjudicarse al escritor romántico Federico Moccia (al que ni he leído ni
tengo intención de hacerlo) el invento de la costumbre, al hacer que dos de sus
protagonistas en la novela Tengo ganas de
ti (también llevada al cine) engancharan un candado a una farola del puente
Milvio, en Roma, como símbolo de su eterno amor. La idea se ha multiplicado
como una plaga, ya digo, y por todas partes, donde quiera que haya puentes, se
anudan cientos, miles de candados, empeñados en proclamar la vigencia de esa
cosa tan antigua y decadente que es el amor.
Cuenca tiene
uno de los puentes más espectaculares y, por ello, atractivos para que en sus
elementos de hierro se coloquen candados; algunos prefieren un espacio aislado,
para que su candado esté en solitario, pero otros no tienen inconveniente en
irlos acumulando hasta formar un llamativo rosario que hacen ahora del puente
de San Pablo, centenario ya, maravilloso siempre, desafío etéreo a la
volatilidad de la hoz del Huécar por donde el aire limpio tremola sobre los
chopos, un grandioso símbolo de esta ciudad.
En París,
por lo que he leído, están muy preocupados porque en algunos de sus puentes es
tal el peso acumulado que pone en peligro su resistencia. No creo que en Cuenca
llegue la sangre al río; el puente de San Pablo, que ha sorteado no pocos
riesgos y ventoleras, aún puede recibir bastantes candados más, para placer de
las parejas que hasta aquí llegan y desconcierto de quienes, como siempre,
mueven la cabeza no entendiendo lo que está pasando. Y así, sencillamente, el
puente es ahora también un símbolo concreto del amor.
Solo una
cosa me tiene mosqueado. El rito dice que los enamorados, una vez colocado el candado
y tenerlo bien cerrado, deben arrojar la llave lejos, para que nadie la
encuentre y pueda abrirlo. Pero no veo por ningún sitio las llaves de esos
candados. Si alguno se las lleva en el bolsillo eso es trampa, porque luego
puede regresar y romper así el hechizo amoroso, formalizado, ay, con voluntad
de eterna duración.
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