
Desde los
más remotos tiempos, analistas de la comunicación intentan impartir doctrina
sobre la confusión existente entre términos como información, publicidad,
propaganda, crítica y otros similares. Se cuentan por kilos de papel los textos
producidos, sin que a estas alturas de nuestro tiempo se haya conseguido llegar
a una correcta clarificación del problema. Mejor dicho: las cosas están muy
claras, al menos conceptualmente. Asunto muy distinto es que sea igualmente
diáfana la aplicación, pues ahí anda todo mezclado en un batiburrillo difícil
de deslindar. Veamos, por ejemplo, lo que pasa con el cine, singularmente con
el español, que -teóricamente al menos- es el que más nos interesa. Se acaban
de estrenar dos películas, Ayer no
termina nunca, de Isabel Coixet y Combustión,
de Daniel Calparsoro. Ambas han tenido su correspondiente cuota de
“información” en las cadenas de TV, especialmente en la pública, que para eso
lo es y está al servicio de los poderes igualmente públicos. Sus protagonistas,
Javier Cámara y Candela Peña en el primer caso, Adriana Ugarte en el segundo,
salen orondos y satisfechos todos ellos para comentar las maravillosas
películas en que han trabajado y los presentadores de turno entran sin mayores
problemas al trapo, sumándose al carro de los aspavientos elogiosos, con lo que
un alto número de oyentes-espectadores creerá que se les está ofreciendo
información cuando en realidad se trata de publicidad programada y orientada.
Si acudimos a la lectura de la crítica especializada apenas unas líneas son
suficientes para bajarnos a la verdadera situación: son dos películas malas,
fallida la una e insatisfactoria la otra y ambas, por cierto, dentro de la
línea estética que corresponde a los directores firmantes, la insufrible Coixet
y el descontrolado Calparsoro, con lo que, si nos arriesgamos a sufrir dos
horas en cada caso por aquello de estar a la moda y apoyar con nuestro óbolo al
cine español, ya sabemos lo que vamos a encontrar: la cruda realidad, más allá
de la manipulación informativa. Caso parecido se puede experimentar en el
terreno de la literatura, aunque me da un poco de grima utilizar este vocablo
para referirme al libro que voy a señalar con el dedo. Como uno tiene el vicio
de leer cualquier cosa que se publique, hace unos días me entretuve un rato en
pasar páginas de algo titulado La vida
iba en serio, que lleva la firma del superfamoso Jorge Javier Vázquez. La
faja envolvente del volumen advierte que esa es ya la séptima edición. Por
supuesto, el objeto en cuestión, que tiene la forma de libro, ha sido
debidamente aireado por la cadena que sirve de soporte al tal Vázquez, o sea,
Tele Cinco. Lo que hay dentro, en esas páginas apresurada y torpemente
escritas, es literatura deleznable, no porque el contenido sea una sucesión de
porquerías, sino por la forma chapucera, infantiloide, ramplona, indigna
siquiera para un estudiante de secundaria, en que la obra está escrita. Si ese
libro lo escribe cualquier otro no famoso, por ejemplo tú o yo, las fieras se
arrojarían sobre nosotros con una buena retahila de insultos, entre los que el
menor sería el de mal escritor. Pero, ¡ah! lo firma un famoso presentador de la
tele y eso no solo le libra de la severidad de los juicios objetivos y
críticos, sino que le aúpa a los placeres de la adoración de los necios. Y así
seguimos y seguiremos, porque esto no parece tener remedio, al menos en la
presente generación.
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