jueves, 27 de febrero de 2014

PACO DE LUCIA Y LAS PESETAS


    Cuando muere una gran persona todo el mundo se deshace en elogios, halagos y piropos. De un artista se recuerdan sus momentos brillantes, los toques de genialidad, los momentos espléndidos con que obsequió al resto del mundo, esto es, espectadores y oyentes, rendidos ante la magia de su arte. De Paco de Lucía se puede decir todo lo que se quiera, no hay suficientes palabras en el diccionario para elaborar comentarios encomiásticos sobre su enorme capacidad para la belleza, la poesía, el encantamiento. Hizo que la guitarra, un instrumento en apariencia menor, aunque ya entonces muy consolidado gracias a otros grandes intérpretes, entrara en la categoría de lo sublime. Millones de personas, en todo el mundo, pudieron disfrutar de sus actuaciones. Para ello sólo necesitaban disponer de un pequeño detalle: dinero suficiente para pagar los conciertos que organizaban instituciones que, a su vez, previamente, habían tenido también dinero suficiente para poder contratarlo. Se que en estas circunstancias estas palabras pueden resultar molestas o inoportunas; lo digo sin rencor, pero sí con algo de sentimiento dolorido, porque yo intenté contratar en varias ocasiones a Paco de Lucía, en la época en que fui director del Teatro-Auditorio de Cuenca y podía, a veces con notable facilidad, en otras con un esfuerzo ímprobo, intentar que vinieran a esta ciudad nuestra las primeras figuras de la música, del teatro, de la danza. Teníamos unos límites, a veces técnicos -recuerdo una representación teatral en la que había puesto muchísimo interés por motivos que otro día contaré y que fue imposible hacer encajar en nuestro escenario- y en otros casos, económicos. Con Paco de Lucía o, para decirlo correctamente, con su agente (con él no llegué a hablar nunca) fue imposible el acuerdo. Aunque no estoy totalmente seguro, porque la memoria ya tiembla en los detalles, creo que fue el artista que nos pidió un caché más elevado de cuantos gestioné en aquella época. Y no hubo manera de razonar ni convencerlo de que una ciudad pequeña y un teatro también mediano de capacidad, no podían soportar semejante dispendio en pesetas (porque aún era la época de las pesetas). Fue grande, muy grande, con una guitarra en las manos. Eso es indiscutible y por eso pasará a la historia. Lo otro forma parte de las menudencias de la condición humana.

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