¡Ya llegó
la hora, al fin la van a terminar! decía, entre escéptico e ilusionado un
veterano paseante de la Plaza Mayor de Cuenca, mientras contemplaba el
despliegue de andamios cubriendo la fachada de la catedral. Por un momento,
quienes estaban cerca llegaron a compartir esa impresión e incluso comenzaron a
especular abiertamente sobre las circunstancias de lo que estaban viendo. No
faltó, como siempre sucede, la voz serena y rotunda que devuelve a los seres
humanos a la realidad de cada momento. Y de esa forma el sueño se desvaneció
tan rápidamente como había llegado. No, no están terminando la fachada de la
catedral (cosa que no se verá en esta generación ni en otras muchas de las que
vendrán detrás). Todo es mucho más sencillo, más prosaico. Hay, sí, un
despliegue de andamios, un gran tapiz metálico protegiendo el sector delantero
del edificio, obreros haciendo volantines por las alturas pero todo ello con
una finalidad concreta: reformar el trazado de los canalones que vierten las
aguas recogidas en la cubierta para dirigirlas hacia la parte lateral del
edificio, en la calle Obispo Valero y sustituir las gárgolas que se han ido
cayendo estos años, la última hace pocos días. Cuatro había y solo una queda
ahora en su sitio. Cuando terminen estas maniobras, volverán a estar las
cuatro, recompuestas y renovadas, marcando con su silenciosa presencia el
carácter medieval que corresponde al vetusto aunque hermoso templo
catedralicio. En cuanto a la fachada… como decía el obispo Guerra Campos, más
vale dejarla como está. Por si acaso es peor el remedio que la enfermedad
parecía querer insinuar el prelado aunque nunca lo dijo expresamente. Y es que
quizá haya que aceptar que a la catedral de Cuenca, esa imagen de obra
inconclusa provoca, sí, el desconcierto en el espectador, pero también le
proporciona una singular personalidad. Pues quien no se consuela es porque no
quiere.
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