No es fácil ser un escritor muerto y seguir estando en candelero. Tal cosa sucede solo con los grandes nombres, capaces de seguir siendo actuales de manera permanente, pero a esa nómina pertenecen muy pocos, a los que se adjudica, con razón, el título de “inmortales”, con Cervantes a la cabeza y sólo algunos más. En el otro índice se encuentran cientos, miles, incontables nombres de los que nadie se acuerda y solo algunos de ellos, muy pocos (García Lorca, Machado, Juan Ramón) reaparecen de manera periódica con algún motivo, personal o literario, mientras que otros, la mayoría permanecen en el olvido secular, reducidos apenas a una mención, una línea o dos, en las historias literarias. Y eso incluye a autores que, en su momento, ocuparon páginas y espacios constantes. ¿Recuerdan, por ejemplo, a Camilo José Cela? Es, quizá, el caso más espectacular de alguien que ha sido borrado de la memoria colectiva.
César
González-Ruano se encuentra en el extremo contrario, envuelto en un aura
permanente de actualidad, que lo extrae periódicamente de la silenciosa tumba
en que descansa para volver a ponerlo en el primer plano de la curiosidad, el
análisis, la polémica. Ciertamente, su vida, una personalidad ambivalente,
difusa en sus líneas, apasionante y contradictoria, ofrece suficientes aristas
para el atractivo; más aún, para el morboso acercamiento a quien fue,
voluntaria o inconscientemente, motivo de curiosidad para el gran público.
Estamos ante el que, con toda probabilidad, es el gran articulista de la
posguerra española y en ese género, el del artículo periodístico, alcanzó la
cima de la expresión literaria, que se concreta en el arte de hacer, en apenas
un folio o cincuenta líneas, una obra de arte. Los artículos de César son de
una maestría expresiva en la que el lenguaje muestra en toda su generosidad
cómo es posible acariciarlo para extraer de él sensaciones y matices al alcance
de muy pocos escritores.
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