Qué suerte tienen las ciudades a las
que se da la oportunidad de tener Feria del Libro. También habría que pensar en
por qué algunas de esas ciudades que tuvieron tal Feria, un mal día dejaron de
tenerla. Cuando surgen temas como este -y en Cuenca son cada vez más
frecuentes- todo el mundo mira hacia otro lado haciendo aspavientos expresivos:
yo no he sido, parecen decir, añadiendo: la culpa es el del otro. Y por eso, la
casa está siempre sin barrer.
Es inevitable mirar hacia nuestro
dolorido ombligo cuando contemplamos imágenes y leemos crónicas o comentarios
sobre la Feria del Libro de Madrid, recién clausurada. No me dejaré envolver
por los datos, siempre peligrosos de interpretar, aunque los voceros de la
propaganda cifran en un 5% el aumento de las ventas en relación al año
anterior, con una facturación de casi siete millones y medio de euros, o sea,
350.000 más que en 2013. Pero eso, insisto, no tiene nada que ver (aunque para
los libreros sea mucho) al lado del enorme espectáculo de ver a cientos de
miles de personas paseando entre las casetas, acercándose a acariciar
volúmenes, dejándose envolver por el aroma de la letra impresa y la cálida
cercanía de los autores.
El libro, en general, en todos sus
componentes, se encuentra en crisis, manoseada expresión que en economía ya no
tiene sentido pero que en el ámbito de la cultura la sigue teniendo, y mucho.
Los expertos, que los hay incluso en materia tan resbaladiza como ésta,
aseguran una y otra vez que el acelerado cambio de costumbres en que estamos
inmersos pone en cuestión el papel del libro como objeto y más aún el del
lector-comprador. Todo eso es muy complejo, lo estamos viendo y viviendo y ni
el más atrevido profeta se atreve a vaticinar hacia dónde nos conducirá el futuro.
Pero cualquiera que sea el sistema vigente para facilitar la transmisión de
ideas, conocimientos, entretenimiento y emociones, algo deberá haber que
consuele a los seres humanos desasistidos y perdidos en el fárrago de fuerzas
incontrolables que cada vez más nos hacen pensar en la fragilidad de nuestra
existencia. Y ese algo, creo yo, no serán las nintendos ni artilugios
similares, sino el libro, vendido y comprado por no se qué sistema y en qué
soporte, pero siempre asequible en nuestras manos.
Y
para celebrar su existencia, debe haber Ferias del Libro. Quienes pueden
deberían asumir, como dogma de fe inconmovible, que una ciudad debe tener
siempre, cada año, Feria del Libro. Porque, como dice Teodoro Sacristán,
director de la recién clausurada de Madrid, “si la Feria no existiera sería
terrible”.
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