domingo, 31 de agosto de 2014

LAS FRÁGILES RUINAS DE MOYA


                Las ciudades, como los seres humanos (y los animales y los vegetales) pueden no ser eternas, pueden desaparecer, generalmente por razones incomprensibles. Miramos a nuestro alrededor y encontramos multitud de sitios y lugares que tuvieron una entidad reconocible, fueron poderosos, estuvieron habitados, conocieron la gloria y la miseria y hoy han quedado reducidos a sencillas ruinas a las que casi nadie hace caso, si no fue para utilizar parte de sus piedras desmochadas en la construcción de nuevos edificios que nada tienen que ver con los anteriores. A veces, contemplando la belleza íntima de estas venerables ruinas lamentamos su pérdida mientras intentamos adivinar las razones por las que sucedió lo que finalmente resultó inevitable, pero en otros momentos acertamos a valorar esos restos en sí mismos, buscando en ellos el mérito, quizá la utilidad que aún pueden ofrecer.
                Cuenca es un territorio pródigo en situaciones como las que estoy comentando. Son centenares los lugares de muy diversa entidad urbanística y demográfica repartidos por la provincia, como hitos aún visibles de una historia que se remonta a los primeros tiempos de la humanidad. Explorar en ellos es conseguir enhebrar el laborioso tejido de nuestro propio devenir colectivo. Cuando contemplamos esas ruinas quisiéramos mediante un artificio de la imaginación poder recuperar el sentido y la entidad que llegaron a tener en el pasado, volver a poblarlas de seres vivos, devolverles alguna actividad susceptible de tener sentido en nuestro tiempo. Esta última condición es, seguramente, la más difícil de todas.
                Si hay en el ámbito provincial unas ruinas venerables, magníficas, impresionantes, esas son las de la antigua villa de Moya, hoy totalmente despoblada, pero con habitantes distribuidos en las que fueron sus aldeas. Pasear por Moya es siempre una experiencia emotiva, en la que el silencio secular de las antiguas viviendas se mezcla con el rumor del aire ululando entre las desmochadas callejas y la sombra impetuosa de los hechos históricos que hicieron de ella una fortaleza singular en el ámbito del marquesado moyano. Las restauraciones que desde hace décadas se vienen haciendo han permitido recuperar algunos elementos valiosos: las puertas de la muralla, el ayuntamiento, la iglesia de Santa María, la espadaña de San Bartolomé. Queda, como gran asignatura pendiente, el castillo, la magnífica fortaleza dominadora del valle, cuyo estado de conservación tantas preocupaciones despierta.
                El problema, siempre, es qué hacer con Moya,  cómo conseguir que hasta allí lleguen más que pasajeros nostálgicos o buscadores de imágenes insólitas. Sobre el papel, el lugar tiene todos los atractivos imaginables; en la realidad, las dificultades objetivas (malos caminos, ausencia de alojamientos o restaurantes, nada de información) estorban la aplicación práctica de la teoría. El dilema se podrá resolver favorablemente si prosperan las gestiones ya iniciadas para transformar uno de los edificios en restauración, la iglesia de la Trinidad, en hospedería. Un empeño tan ambicioso y atractivo bien merece la pena que llegue a buen puerto. Eso sí, cuanto antes, porque el tiempo, en esto como en todo, vuela de manera incontenible.


No hay comentarios:

Publicar un comentario