martes, 2 de junio de 2015

LOS BARRACONES DE LA ESTACIÓN


Siempre se me despierta algo parecido a la envidia (sana envidia, decían los antiguos para justificar un sentimiento tan malsano, castigado por la doctrina de los puritanos) cuando leo noticias que hablan de iniciativas que podrían muy bien tener acomodo entre nosotros, porque son asequibles, realizables y no excesivamente caras. Acabo de encontrar una de ellas: el propietario de la conocida firma de modas Prada ha financiado la apertura de un centro cultural utilizando las abandonadas instalaciones de una antigua destilería. En ese ámbito, habrá una exposición permanente combinándola con actuaciones en vivo, proyecciones de cine, debates sobre la cultura, etc. De todo ello me quedo con la segunda parte de la ecuación. Es decir, no pienso para nada en el multimillonario promotor pero sí en el espacio elegido para montar la actividad, que no es un mamotrético edificio construido con todos los despilfarros posibles (de los que hay tantísimos ejemplos en todo el mundo, incluyendo el estúpido Bosque de Acero conquense) sino de la reutilización de algo ya edificado, sencillo, popular, de carácter industrial, abandonado en su uso porque los tiempos tienen otras exigencias. Eso me lleva a recordar que hace unos años unas cuentas personas promovimos el intento de recuperar, con fines parecidos, algunos de los grandes cocharones destartalados que aún se mantienen en pie en los terrenos de la estación del ferrocarril, y que cualquier día caerán sin piedad cuando algún listo decida enviar allí la piqueta demoledora, sin avisar. Esas instalaciones, como toda la estación, por otro lado, son un símbolo visual de una época de esta ciudad, un recuerdo tangible de cuando existían trenes de verdad, que pasaban constantemente, muchos de ellos mercancías encargados de transportar todo tipo de materiales, formando un tráfico que entretenía muchísimo a los niños y a los mayores, para quienes ir a pasear a la estación era una ocupación cotidiana y muy estimulante. Pasó todo, como pasa el tiempo, y esas grandes naves quedaron ahí, aparcadas, fuera de uso, dormidas si no es que están ya muertas. Antes de que las hundan del todo, convendría mantener en pie al menos una de ellas como recuerdo simbólico de aquella época. Y reutilizarla, naturalmente, como sencillo centro cultural, teniendo en cuenta, además, que en esa zona moderna de la ciudad, densamente poblada, no hay ninguno y sus habitantes también tienen derecho a tenerlo.

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