Debería
haberse producido un repique general de campanas, acompañando al propio sonido
del reloj, pero todo ha sucedido de un modo tan natural como de escaso impacto,
salvo entre el vecindario de la parte alta, feliz de haber recuperado el ritmo
y el latido del tiempo. El reloj de la torre de Mangana vuelve a funcionar y
sus carillones desgranan puntualmente cada uno de los segundos que marcan las
vivencias cotidianas de Cuenca. Porque, bien lo sabemos, ese el reloj que
transmite al colectivo ciudadano el paso inalterable del tiempo desde esa vigía
silenciosa, plantada en lo más alto del conglomerado urbano, en la torre
abierta a todos los vientos que puedan sobrevenir desde cualquiera de los
puntos del universo.
Mangana es
una atalaya solitaria, orgullosa, elegante. Castigada, durante siglos,
especialmente el último, por esa incombustible vocación municipal de alterar
todo lo que pasa por sus manos, aunque no haga falta. Olvidando –o alterando-
sus verdaderos orígenes, quisieron transformarla en mudéjar, mozárabe o
directamente islámica y adjudicarle elementos defensivos que nunca tuvo ni
necesitaba porque es, sencillamente, una torre civil, cristiana y urbana, la
torre del reloj y no ninguna otra cosa. Ese reloj que, en un descuido
lamentable e incomprensible, el Ayuntamiento permitió que se estropeara -cosa
normal: sucede habitualmente- sin acudir con presteza a su reparación. Durante
años el reloj de Mangana ha estado incumpliendo su vocación, la de marcar el
tiempo de la ciudad. Les ha costado, pero finalmente ya está hecho y las
manecillas, esas grandes manecillas, vuelven a desarrollar el circuito
circular, acompañado del rítmico sonar de las campanas para pulsar el tiempo de
la ciudad. Cierto que en ese devenir se ha perdido la melodía de la serranilla
que acompañaba la llegada de cada hora. A lo mejor tampoco era necesario. Lo
importante es que el reloj de Mangana vuelve a funcionar. La ciudad está ahora
menos inquieta, con esa recuperación tan cargada de simbolismos.
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