En las cabeceras
antiguas de los periódicos, la información sobre el propio medio se
estructuraba en tres apartados: Redacción, Administración y Talleres. Esos eran
los tres pilares que soportaban el funcionamiento del sistema informativo y
cada uno de ellos tenía su propia realidad y organización, aunque todos
quedaran ensamblados en el objetivo común de poner diariamente en la calle un
periódico.
A los
redactores, en general (siempre hubo alguna excepción, alguien alérgico a la
tinta y el ruido de las máquinas) nos gustaba pisar los talleres, contemplar el
constante repiqueteo de las linotipias transformando el plomo en galeradas
dispuestas a imprimir o admirar la habilidad de los cajistas manejando tipos móviles
para elaborar los titulares. Y era muy emocionante, desde luego, llegar al
final de la jornada, con las planas ya preparadas y comprobar que,
efectivamente, todo eso entraba en máquinas y comenzaba el sistemático run-run
que iba desprendiendo páginas y páginas ya impresas. Los talleres eran,
verdaderamente, muy emocionantes, la culminación, el toque final a la magia de
hacer diariamente un periódico.
Que las cosas
cambian no es ningún descubrimiento. Lo dicen todos los alegatos populares, con
más o menos gracejo y no hay más remedio que aceptarlo. Basta mirar alrededor
para comprobarlo en todos los órdenes de la vida.
Los periódicos
modernos carecen del encanto y, sobre todo, de la sonoridad que tuvieron los
antiguos, los que yo conocí y en los que trabajé. Ahora son entes asépticos y
no solo porque en ellos ya no se fuma sino porque todo es silencioso, apagado,
casi triste, diría yo. Aquel maravilloso repiqueteo de mi inolvidable Underwood
con la que atronaba toda la redacción ya no se puede oír en ningún sitio
(Luego, la más moderna Olivetti, era más silenciosa, como prediciendo la
llegada de los ordenadores). Y, por lo que parece, tampoco el maravilloso
universo de los talleres va estar ya disponible. Leo en el número dominical de El País que se despiden de sus
rotativas. Las han tenido, como todos los periódicos, desde que se fundó hasta
ahora, en que los números se imprimirán en talleres externos. La economía
manda, supongo, y esa razón suprema acaba con la poesía y con el encanto. Un
periódico sin imprenta no es un periódico, me digo para mí mismo, consciente de
la perfecta inutilidad de mi razonamiento. Antes de apagaron las rotativas y
también las cajas. Y no quiero ni pensar en qué será lo próximo en desaparecer.
Si yo fuera redactor de un periódico no dormiría tranquilo.
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