lunes, 25 de noviembre de 2013

VIGENCIA DEL GRAN SHAKESPEARE




            Medita hoy Raúl del Pozo, en uno de esos momentos en que se muestra singularmente lúcido, en su artículo de El Mundo, sobre este tiempo sorprendente que nos ha tocado vivir en que la mentira campa por sus respetos y salta cada día a las pantallas de los televisores, a las ondas de las radios, a las páginas de los periódicos, difundiéndose como si estuvieran adornadas del aroma de la verdad. Quienes, como Raúl y yo, tenemos edad para recordar viejos principios juveniles aprendidos en la escuela (aunque él eso no lo menciona), debemos realmente sentirnos desconcertados, no solo porque decir mentiras era pecado (asunto completamente olvidado y tampoco está mal) sino porque aprehendíamos unos valores vinculados con la verdad y con ella por delante plantábamos cara a los padres, los profesores, los amigos e incluso los desconocidos y si alguien era pillado dejando caer una mentirijillas, aunque fuese liviana, las miradas de los demás caían sobre él como si fuera un delincuente avieso. Y en esa meditación sobre el tema que traigo hoy aquí, apunta el articulista, también con acierto, en la vigencia que alcanzan sobre las tablas de los escenarios los personajes creados por William Shakespeare, aquel monstruo de la creatividad dramática que debería estar ya condenado al olvido, por haber sido superado con creces por situaciones actuales pero al que, sin embargo, hay que seguir recurriendo de manera constante. Yo mismo acudí el otro día en Valencia a una representación de Otelo, que es un auténtico monumento a la mentira. Todos mienten, engañan, traicionan, menos la infeliz Desdémona que grita continuamente su inocencia, sin conseguir ser creída. Probablemente si se hubiera inventado una falsedad, reconociendo una culpa inexistente, habría salvado la vida, como pretendían conseguir los inquisidores (por cierto, contemporáneos del dramaturgo inglés), empeñados en martirizar a sus víctimas con la obsesión de conseguir de ellos una confesión de culpabilidad, importándoles un cuerno que tal cosa fuera verdad o mentira, con tal de conseguir un triunfo sobre la voluntad del reo. En torno a la pareja central pululan criados, soldados, ayudantes, políticos, jerifaltes, urdiendo una trama demencial y perversa. En el mundo de Shakespeare, maestro en la urdimbre de los sentimientos humanos, toman forma dramática el amplio muestrario de las miserias humanas, la venganza, los celos, el deshonor, la infamia, pero sobre todo la mentira, el gran argumento palpable en Hamlet, en El rey Lear, incluso en la aparentemente más dulcificada Romeo y Julieta. Por eso Shakespeare está de modo, por eso continuamos viéndolo y buscándolo, porque ningún otro dramaturgo contemporáneo, español añado, es capaz de montar sobre un escenario una urdimbre semejante, capaz de recrear el gigantesco embuste que la tropa de políticos de todo signo, pero en especial gubernamentales, están representando diariamente. (En la imagen, el Otelo de Orson Welles).

 

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