Me detengo,
con alguna frecuencia, ante la fachada principal del que fue alfar de Pedro
Mercedes. Lo hago siempre que paso por allí, paseando por un lugar que me
resulta de los más sugerentes de esta ciudad, con el río a un lado, apenas
entrevisto desde la calle, la sombra protectora del cerro a otro y las callejas
del barrio de San Antón adivinadas, perdiéndose en el revoltijo de rincones,
subidas y bajas que forman el entramado urbano. En ese recodo, la galería y el
letrero, cada vez más borroso, que recuerda la presencia del taller alfarero,
con una abundante vegetación a su alrededor, viene a ser como un oasis ajeno a
los ruidos de los coches o al rumor de las personas.
Cinco años
hace ya, más o menos, de la muerte de Pedro Mercedes y aún recuerdo, con una
gran viveza, la última visita que le hice, la postrera conversación, las fotos
ya definitivas. En sus palabras latía, como siempre desde mucho antes, la
preocupación por el destino del alfar, para el que acariciaba el proyecto de su
conservación, como ejemplo aún resistente de las viejas técnicas que él como
nadie acertó a ejercitar. Había recibido ya promesas, con suficientes
garantías, de quienes entonces estaban en las cumbres del poder, que él
aceptaba y creía, convencido de que quizá podría tener vida suficiente para
verlas convertidas en realidad o al menos en sus inicios.
No fue así,
desde luego, como todos podíamos sospechar entonces y no lo ha sido tampoco más
tarde, en los lentos meses que van pasando orlados de nuevas declaraciones,
firmas de acuerdo, palabras beneméritas que intentan repartir a diestro y
siniestro el consuelo de que algo podrá hacerse, no se sabe bien cuándo ni
cómo, porque las argumentaciones, las justificaciones, ya se agotan. Ahora
vuelven a sonar voces preocupadas; surgen desde el mismo corazón del barrio al
que Pedro estuvo ligado toda su vida y advierten de que el alfar, como ocurre
siempre en todas las viviendas que pasan más tiempo cerradas que abiertas,
amenaza ya situaciones de claro deterioro. Si en esta ciudad las cosas fueran
como deberían ser, no habría que levantar voces de alarma ni que escribir
artículos quejumbrosos, porque todo iría como la seda, con puntualidad y
eficacia, desde un convencimiento pleno de que el patrimonio es cuestión vital
para la supervivencia de una comunidad y no debería perderse de ninguna manera.
Contemplo,
una vez más, mientras escribo, la bonita imagen del alfar y sigo pensando en la
belleza del proyecto tantas veces enunciado, a la vez que pienso si el edificio
seguirá todavía en pie cuando llegue la hora de que empiece a ser realizado
aquel viejo proyecto que recogía el reposado sueño de un alfarero que esperaba
pacientemente la llegada de la muerte.
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