sábado, 2 de noviembre de 2013

EL SUEÑO DE UN ALFARERO





            Me detengo, con alguna frecuencia, ante la fachada principal del que fue alfar de Pedro Mercedes. Lo hago siempre que paso por allí, paseando por un lugar que me resulta de los más sugerentes de esta ciudad, con el río a un lado, apenas entrevisto desde la calle, la sombra protectora del cerro a otro y las callejas del barrio de San Antón adivinadas, perdiéndose en el revoltijo de rincones, subidas y bajas que forman el entramado urbano. En ese recodo, la galería y el letrero, cada vez más borroso, que recuerda la presencia del taller alfarero, con una abundante vegetación a su alrededor, viene a ser como un oasis ajeno a los ruidos de los coches o al rumor de las personas.

            Cinco años hace ya, más o menos, de la muerte de Pedro Mercedes y aún recuerdo, con una gran viveza, la última visita que le hice, la postrera conversación, las fotos ya definitivas. En sus palabras latía, como siempre desde mucho antes, la preocupación por el destino del alfar, para el que acariciaba el proyecto de su conservación, como ejemplo aún resistente de las viejas técnicas que él como nadie acertó a ejercitar. Había recibido ya promesas, con suficientes garantías, de quienes entonces estaban en las cumbres del poder, que él aceptaba y creía, convencido de que quizá podría tener vida suficiente para verlas convertidas en realidad o al menos en sus inicios.

            No fue así, desde luego, como todos podíamos sospechar entonces y no lo ha sido tampoco más tarde, en los lentos meses que van pasando orlados de nuevas declaraciones, firmas de acuerdo, palabras beneméritas que intentan repartir a diestro y siniestro el consuelo de que algo podrá hacerse, no se sabe bien cuándo ni cómo, porque las argumentaciones, las justificaciones, ya se agotan. Ahora vuelven a sonar voces preocupadas; surgen desde el mismo corazón del barrio al que Pedro estuvo ligado toda su vida y advierten de que el alfar, como ocurre siempre en todas las viviendas que pasan más tiempo cerradas que abiertas, amenaza ya situaciones de claro deterioro. Si en esta ciudad las cosas fueran como deberían ser, no habría que levantar voces de alarma ni que escribir artículos quejumbrosos, porque todo iría como la seda, con puntualidad y eficacia, desde un convencimiento pleno de que el patrimonio es cuestión vital para la supervivencia de una comunidad y no debería perderse de ninguna manera.

            Contemplo, una vez más, mientras escribo, la bonita imagen del alfar y sigo pensando en la belleza del proyecto tantas veces enunciado, a la vez que pienso si el edificio seguirá todavía en pie cuando llegue la hora de que empiece a ser realizado aquel viejo proyecto que recogía el reposado sueño de un alfarero que esperaba pacientemente la llegada de la muerte.

 

           

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