Con alguna frecuencia podemos encontrar en los medios
informativos noticias, comentarios, anuncios o cualquier cosa parecida que nos
habla de las iniciativas que las ciudades españolas, casi todas, desarrollan de
manera constante para mantener vivas la esperanzas y activos los ánimos, fórmula
verdaderamente eficaz con la que combatir la ola de pesimismo y amargura que el
poder monclovita y sus ayudantes vienen difundiendo por todas partes. Gracias a
ellos, una parte considerable del país empezó a creer que las cosas son así
porque tienen que serlo, o como repiten los papagayos, “como no puede ser de
otra manera”, olvidando que sí, que todo, cualquier cosa, puede ser de otra
manera, pues hay diferentes modos de afrontar la realidad y sus problemas. Por
eso las ciudades, de signos muy diversos, vienen mostrando una muy valiosa
actitud de inconformismo, poniendo al mal tiempo buena cara y a las
dificultades, imaginación. Si miramos a nuestro alrededor, desde el soporte
imperturbable en que se asienta Cuenca, podríamos pensar que nada puede
hacerse; todo el mundo parece haber tirado la toalla y apenas si aparecen
fuerzas suficientes para mantener la conciencia y la rutina diaria. Hasta aquí
no parecen llegar los ecos de lo que sucede en esas otras ciudades, como la
Coruña del pasquín ilustrador, que hace de la cultura bandera y proclama energética,
mientras esta otra ciudad nuestra, empeñada un día no muy lejano en querer
presentarse como “la capital cultural de Castilla-La Mancha” y que incluso un
alcalde temerario quiso ponerla en relación con Salzburgo, como emporio musical
europeo, languidece, adormecida, incapaz de hacer revivir viejas realidades
abandonadas -el Espacio Torner, el festival de cine, Ars Natura- y menos aún de
inventar otras nuevas. Uno tiene derecho a sentir envidia, sana o perversa, lo
mismo da, pero envidia, de esos lugares en que son capaces de inventar,
imaginar, emprender y no dedicarse solamente a lloriquear porque no hay dinero.
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