lunes, 9 de diciembre de 2013

TRISTE Y SOLA



Cae la noche -o la tarde, anocheciendo- sobre una Carretería envuelta en las brumas del silencio, compañero inevitable de la soledad. El día festivo agoniza y los pocos turistas que durante el día animaron algo el desangelado paisaje urbano en que se ha constituido el centro de la ciudad han ido desapareciendo, refugiándose quizá ya en trajín del regreso o quién sabe si en el cálido aposento de sus hoteles, si han tenido la poco frecuente idea de quedarse un día más en busca de algunas de las escasas emociones que ofrece la estancia aquí. Desde luego, ninguna esta tarde festiva, tan ajena a las propuestas que en cualquier otro sitio se ofrecen tan generosamente para distracción de propios y extraños. Donde quiera que estos hayan ido, es claro que ya no están ocupando la vieja rúa decimonónica que con espíritu nostálgico cantaron algunos escritores antiguos, no muchos, es cierto, pero hubo un tiempo en que Carretería podía servir como analogía de otras similares que marcan  las ciudades de abolengo señorial y pueblerino, pues ambas cosas se pueden ser a un tiempo. Ahora, en esta tarde desapacible, por fría y festiva, las puertas de los comercios están rigurosamente cerradas, salvo una que tras su título americanizado oculta, cómo no, la amarga actividad de unos chinos, esos seres que, trasplantados a la vida de occidente, no parecen tener otro horizonte vital que estar todo el día en sus comercios, a la espera de algún cliente dispuesto a comprar cualquier cosa, aunque sea de ínfima calidad, con tal de que resulte barata. Casi enfrente, también la cafetería Ruiz permanece estoicamente abierta, lanzando al pretil de la acera  la luminosidad de su permanente propuesta de dulces, bollería y meriendas apetecibles. De punta a punta de la calle, la penumbra lo envuelve todo, para corresponder con justicia al título bien ganado de Cuenca como la ciudad más oscura del occidente europeo, aquella en la que con más tardanza se encienden las luces llamadas a alumbrar el paseo, como si existiera una soterrada voluntad de ocultar a las miradas la visión ingrata de la deteriorada imagen de la antigua rúa decimonónica. En el centro de la calle aún sobreviven algunas de las terrazas que animaron tanto el ya desaparecido verano. Sombrillas cerradas o inexistentes, mesas vacías, sillas envueltas en el frío de las horas y el tiempo, vacías; ni siquiera sus más firmes usuarios, los fumadores empedernidos, se atreven a ocuparlas. Los escaparates, su mayoría, también permanecen a oscuras, contagiados del ánimo lúgubre que enseñorea toda la calle. No hay bancos abiertos a los que acudir, supermercado en el que comprar cualquier cosa, tiendas en las que entrar ni, sobre todo, gentes propicias para ejercer el mayor activo social inherente a la vieja Carretería, la afición a la tertulia placentera, en cualquiera de sus esquinas. Languidece la calle en esta hora del atardecer festivo, en este otoño triste como todos, en esta ciudad apagada, envuelta en las tinieblas oscuras de un futuro cada vez más incierto.

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