miércoles, 8 de octubre de 2014

LAS CUENTAS DE BANKIA


El penúltimo escándalo (cada semana tiene el suyo, que ayuda a ocultar u olvidar el de la semana anterior) está vinculado a las tarjetas opacas con que Bankia premiaba los servicios prestados e incluso los no prestados, porque la mayor parte de los consejeros tarjeteados no tenía nada que hacer y en nada intervenía, a pesar de lo cual tenían millones de euros a su disposición para gastárselos alegremente en lo que mejor les pareciera. En la lista de los 86 implicados aparecen dos nombres vinculados a Cuenca: Virgilio Zapatero, que fue diputado en representación de la provincia desde la primera legislatura democrática y como ministro aportó un extraordinario impulso a la definición de la ciudad como foco de cultura (ahí están el Teatro-Auditorio, el Edificio Palafox, la UIMP, el Archivo histórico provincial) y Rafael Spotorno, gerente de la Fundación Caja Madrid, cuya intervención resultó de especial importancia para el relanzamiento de la Semana de Música Religiosa, además de financiar otras acciones culturales, como la reconstrucción de los órganos de la catedral de Cuenca.
Desde ese punto de vista, ambas personas merecen un cálido reconocimiento en esta ciudad; durante los años que se relacionaron con nosotros desarrollaron una actitud ciertamente meritoria y así deberíamos recordarlos. Lástima que, en el momento más inesperado, un borrón de considerable magnitud ha venido a empañar dos actitudes personales que parecían marcadas por la limpieza y la honestidad. Claro que eso sería aplicable a otros muchos de los implicados, porque tendemos, en general, a considerar que los pícaros aprovechadineros pertenecen a grupos muy determinados, la derecha casposa, los empresarios cínicos, los funcionarios corruptos, pero en este caso están mezclados sindicalistas de intachable pureza ideológica, socialistas de teorías sociales progresistas, comunistas de rigores metodológicos aplicados al bien común. O sea, que no se libra nadie y eso, a quienes creemos en esas ideas, nos produce una notable desazón. Ya nadie se libra del contagio tenebroso del dinero fácil, venga de donde venga.
Porque quizá lo más preocupante de todo esto es el insultante descaro con que los protagonistas del caso asumen que lo hicieron con total normalidad, como la cosa más sencilla del mundo, convencidos (muchos de ellos) de hacer lo correcto. ¿Es correcto y normal gastarse miles de euros en comer, beber, viajar, comprar relojes y zapatos, tirar de cajero automático, así, por las buenas, con cargo al fondo común? ¿En ningún momento ninguno de ellos se planteó que eso era (o podía ser) una indecencia? La conclusión final es terrible. Ya la sabíamos, pero con este asunto se constata claramente. Hemos llegado a una degradación total de los principios éticos y morales. Ese es el caso. Más allá de la ley, de la norma y de la severidad de la justicia, lo que estamos viendo es el hundimiento de la decencia como norma de conducta. Y eso es muy deprimente.

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