No estoy muy seguro de que en estos momentos sea razonablemente posible
aplicar la sentencia que encabeza estas líneas, la misma con la que José Ortega
y Gasset sacudió las conciencias de sus contemporáneos el 15 de noviembre de
1930 desde las páginas del diario El
Sol. La admonición tan claramente dirigida a los españoles de ese tiempo
caló no solo porque se encontraba ya colectivamente asentada en el imaginario
colectivo de un pueblo harto de trapisondas y componendas, sino también porque
la lanzaba al aire una personalidad tan bien formada, de tan sólido pensamiento
y, a la vez, pacífica, sin derivaciones violentas. Que Ortega pidiera, con
claridad y vehemencia, la destrucción de la
monarquía, fue solo la premonición de lo que ocurriría apenas medio año
más tarde.
Las circunstancias son ahora distintas y por más que siempre, en todo
momento, los ciudadanos estamos convencidos de que vivimos en el peor de los
mundos posibles (pues quienes nos gobiernan deberían hacer cosas muy diferentes
a las que hacen), las torpezas inauditas cometidas por la monarquía actual la
han conducido, en un periodo brevísimo, a caer de la cómoda posición de
popularidad y respeto en que se encontraba a las honduras del desprestigio, la
burla y la desconsideración popular, conceptos aplicables a todos los miembros
de la familia real y ya no solo a quienes, inicialmente, fueron los primeros
responsables de emprender ese camino cuesta abajo. Ni la reina se libra de
recibir abucheos ni la plebeya llamada a ser reina encuentra la forma de
conectar con el afecto de las gentes, sirviendo su imagen de carnaza a las
portadas de las revistas, que se preguntan abiertamente por su actitud
distante, fría, hierática. Nada que ver con el entusiasmo que muestran
ingleses, holandeses, noruegos, daneses y otros vecinos hacia sus monarquías y
especialmente hacia sus princesas o jóvenes reinas, cuya modernidad y cercanía
por aquí echamos de menos.
En esa línea de desapego, como un paso en el desenganche de un fardo
que empieza a ser molesto, debe encajar la curiosa decisión del Ayuntamiento de
Cuenca de suprimir de la parafernalia festiva de este año la condición de
“reina” de las fiestas, presentada como cosa novedosa, positiva y seguramente
progresista pues en lugar del regio mandato coronado con una diadema hubo solo “damas”,
una por cada barrio y todas iguales a la hora de lucir belleza, encanto y
gracia. La novedad, de marcado tinte republicano, aunque parezca algo chusco se
puede interpretar en la línea de lo que vengo comentando, o sea, una huida de
todo lo que tenga que ver con el concepto monárquico, que empieza a resultar
molesto aún en asunto de tan poco calado.
Según he leído, la concejala responsable del departamento festivo
municipal, justifica la medida para “eliminar el elemento competitivo, quitar
presión a las jóvenes y favorecer que todas ellas representen a su ciudad en
igualdad de condiciones”. Por esa regla de tres habría que eliminar también los
alcaldes y dejar solo concejales, todos iguales y los equipos de fútbol
dejarían de tener capitanes para que cada jugador se las ventilase como
pudiera. Está claro que en estos asuntos (y en otros muchos) la jerarquía sigue
teniendo su valor. Siempre que no se utilice el incómodo concepto del que ya
todo el mundo quiere huir.
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