Lunes, 16 de marzo
La Dos, ese lugar de encantamientos varios donde siempre es
posible encontrar refugio tras zapear miserablemente por el resto de las
cadenas a la búsqueda de lo imposible (un sano entretenimiento) ofrece de
pronto una amable incitación. La mitad
invisible se llama el espacio; lo conduce Juan Carlos Ortega, que gusta de
presentarse como humorista un tanto inculto a la búsqueda de respuestas banales
y ha decidido encontrarlas esta tarde mirando de frente una obra magnífica,
grande, misteriosa, sugerente, incitadora para la imaginación, que es el más
poderoso resorte humano, tantas veces adormilado pero, sin embargo, siempre a
punto para poder despertarse y empezar a trabajar. Ortega ha venido a Cuenca,
al Museo de Arte Abstracto, a plantar cara a La gran equis (lo diré así, en castellano, sin respeto para el
título francés que le dio su autor, La
grande equerre) pues si él, Antoni Tàpies, fue un transgresor, también
puedo serlo yo.
La gran equis ofrece,
desde que Zóbel la instaló ahí, un enorme poderío, una fuerza inmanente sobre
el espacio que la rodea y sobre el conjunto del Museo. Tapiès la trabajó (no es
posible decir, aunque se diga: la pintó) en 1962 y estaba en París cuando
Gerardo Rueda la descubrió y de inmediato convenció a Zóbel para que la
incorporara a su colección; no fue preciso trabajar mucho al creador del Museo
porque si algo tuvo, como virtud destacadísima, fue un claro olfato para
encontrar en seguida los valores de las obras que estaban creando sus
compañeros de generación. Y la situó ahí, donde está, en un espacio magnífico
de las Casas Colgadas, solitaria en su muro, sin que ninguna otra obra
distraiga la atención de la mirada. Desde entonces, desde hace ya casi 50 años,
La gran equis viene ejerciendo sobre
todos nosotros esa atracción casi lujuriosa que nos lleva a mirarla una y otra
vez buscando en ella explicaciones, sensaciones ante una propuesta quizá
incomprensible pero que intuimos tiene una enorme capacidad de sugestión. Lo ha
dicho un experto, Juan José Lahuerta, al señalar que no se puede dejar de notar
y anotar “la
gravedad de esta pintura solemne, monumental, capaz de atrapar a sus
espectadores, o, propiamente, de subyugarlos, con sus aparentemente escasos y
repetidos medios. Por un lado, pues, un lenguaje que se manifiesta con excesiva
evidencia; por otro, en cambio, un protocolo absolutamente misterioso: sin
remedio, el espectador oscila entre el reconocimiento de lo que está viendo y
el desconocimiento de lo que está
haciendo allí,
frente a ese gran cuadro transparente y opaco a la vez”.
Con Juan Carlos Ortega, al hilo de sus comentarios
dubitativos a la búsqueda de la razón de ser de esta obra transcendental del
arte contemporáneo español, depositada aquí, en Cuenca, “reconocemos una vez más lo efímero de todo lo eterno”. Y me siento
orgulloso, como quisiera que se sintieran todos nuestros paisanos conquenses,
al ser depositarios de este legado inmenso.
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