lunes, 16 de marzo de 2015

LO EFÍMERO DE LO ETERNO


Lunes, 16 de marzo

La Dos, ese lugar de encantamientos varios donde siempre es posible encontrar refugio tras zapear miserablemente por el resto de las cadenas a la búsqueda de lo imposible (un sano entretenimiento) ofrece de pronto una amable incitación. La mitad invisible se llama el espacio; lo conduce Juan Carlos Ortega, que gusta de presentarse como humorista un tanto inculto a la búsqueda de respuestas banales y ha decidido encontrarlas esta tarde mirando de frente una obra magnífica, grande, misteriosa, sugerente, incitadora para la imaginación, que es el más poderoso resorte humano, tantas veces adormilado pero, sin embargo, siempre a punto para poder despertarse y empezar a trabajar. Ortega ha venido a Cuenca, al Museo de Arte Abstracto, a plantar cara a La gran equis (lo diré así, en castellano, sin respeto para el título francés que le dio su autor, La grande equerre) pues si él, Antoni Tàpies, fue un transgresor, también puedo serlo yo.
La gran equis ofrece, desde que Zóbel la instaló ahí, un enorme poderío, una fuerza inmanente sobre el espacio que la rodea y sobre el conjunto del Museo. Tapiès la trabajó (no es posible decir, aunque se diga: la pintó) en 1962 y estaba en París cuando Gerardo Rueda la descubrió y de inmediato convenció a Zóbel para que la incorporara a su colección; no fue preciso trabajar mucho al creador del Museo porque si algo tuvo, como virtud destacadísima, fue un claro olfato para encontrar en seguida los valores de las obras que estaban creando sus compañeros de generación. Y la situó ahí, donde está, en un espacio magnífico de las Casas Colgadas, solitaria en su muro, sin que ninguna otra obra distraiga la atención de la mirada. Desde entonces, desde hace ya casi 50 años, La gran equis viene ejerciendo sobre todos nosotros esa atracción casi lujuriosa que nos lleva a mirarla una y otra vez buscando en ella explicaciones, sensaciones ante una propuesta quizá incomprensible pero que intuimos tiene una enorme capacidad de sugestión. Lo ha dicho un experto, Juan José Lahuerta, al señalar que no se puede dejar de notar y anotar la gravedad de esta pintura solemne, monumental, capaz de atrapar a sus espectadores, o, propiamente, de subyugarlos, con sus aparentemente escasos y repetidos medios. Por un lado, pues, un lenguaje que se manifiesta con excesiva evidencia; por otro, en cambio, un protocolo absolutamente misterioso: sin remedio, el espectador oscila entre el reconocimiento de lo que está viendo y el desconocimiento de lo que está haciendo allí, frente a ese gran cuadro transparente y opaco a la vez”.

Con Juan Carlos Ortega, al hilo de sus comentarios dubitativos a la búsqueda de la razón de ser de esta obra transcendental del arte contemporáneo español, depositada aquí, en Cuenca, “reconocemos una vez más lo efímero de todo lo eterno”. Y me siento orgulloso, como quisiera que se sintieran todos nuestros paisanos conquenses, al ser depositarios de este legado inmenso.

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