Los tertulianos que participan en la conversación, hacia la
medianoche del viernes, en el canal 24 horas de TVE se rasgan las vestiduras
por el penoso espectáculo ofrecido a través de todas las cadenas con lo que,
por resumir, califican como un exagerado culto a la personalidad de la duquesa
de Alba, espectáculo necrofílico en el que se regodean las cámaras,
satisfaciendo así la malsana curiosidad de millones de ciudadanos desocupados,
atentos a las pantallas. Los tertulianos, prudentes (al fin y al cabo, no se
debe morder la mano que te da de comer o, al menos, sustanciosas propinas), no
dicen ni media palabra acerca de que la cadena más destacada en esta vergonzosa
exhibición de miserias ha sido precisamente La Primera, con una conexión
permanente durante toda la mañana para mostrar el dolorido sentir de los
sevillanos y los familiares de la difunta, en cuya descarnadura se regodean
horas y horas. Entre ellos, encabezando el duelo, está naturalmente el viudo,
que nunca pudo exhibir el título de duque consorte porque los herederos
naturales tuvieron buen cuidado de prevenir posibles alegrías finales de la
octogenaria cuando decidió llevar a cabo su último matrimonio. El duque de
verdad, el heredero directo del título, permanece prudente y silencioso, que no
es hombre de alharacas, festejos ni exhibiciones populares, como si no fuera
hijo de su dicharachera madre. Carlos, se llama, y además de recibir los
honores inherentes al ducado de Alba (por cierto: en los reportajes nunca
aparece para nada la cuna del emporio, el bello pueblo de Alba de Tormes)
acumulará entre otros muchos más uno en apariencia insignificante, pero cargado
de un enorme simbolismo: será el vigésimo primer marqués de Moya y, con ello,
asumirá también la propiedad de un cuantioso patrimonio forestal que cubre
amplísimos espacios de la Serranía de Cuenca, en el que se inscribe, como
símbolo siempre visible de a qué triste final conducen las vanidades de este
mundo, la misma villa que da nombre al territorio y su espectacular castillo,
varado en lo alto de un atrevido farallón rocoso que domina todo el valle
circundante. Que yo recuerde, Cayetana Fitz-James Stuart sólo vino una vez a
Moya, en un día memorable para las gentes del marquesado, allá por 1965,
mereciendo un cálido recibimiento e incluso una especie de pregón en verso a
cargo de Federico Muelas, texto que, creo, no se conserva en ningún sitio.
Después de aquel desahogo, la marquesa se retiró a sus otros dominios, sin duda
más placenteros y estimulantes para su animoso carácter que las vetustas ruinas
de una villa venida a menos y en la que, con total seguridad, no habrán
flameado pendones de luto en las desmochadas almenas de su fortaleza como
hubiera ocurrido en tiempos más venturosos. Mientras, cada lunes, por esas
mismas pantallas de la TV a que aludía al principio, el sobrio Andrés de
Cabrera y la sacrificada Beatriz de Bobadilla, los primeros marqueses de Moya,
lidian como pueden con los conflictos que sus señores, los Reyes Católicos van
enhebrando un día tras otro y a los que ellos, fieles servidores, van poniendo
parches con la benemérita intención de poder articular un estado tan frágil
como apetecible para las ambiciones ajenas. Allí empezó todo, incluido uno de
los títulos nobiliarios más antiguos de España, con la notable aportación de
que nunca ha habido interrupción en su línea sucesoria.
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