Formo
parte de una generación que se educó en unos valores que para nosotros tenían
cierta consistencia, y no solo porque así lo establecía un catecismo que repetíamos
con verdadera reverencia sino porque asumíamos aquellos principios con auténtica
convicción. De todas aquellas ideas vinculadas con la ética, la moral, el
respeto, la educación y otras cosas parecidas, las relacionadas con la verdad y
la mentira formaban parte con absoluto rigor del código de principios que
integraban nuestra vida desde los primeros años. A pesar del deterioro del
tiempo y de los bandazos que va dando la existencia cotidiana, quienes además
entramos en el oficio del Periodismo teníamos un motivo añadido para considerar
que la búsqueda de la verdad era un principio insoslayable de nuestra trabajo,
que debía ser expuesto a la opinión pública con absoluta honradez y
transparencia, seguros de que habíamos hecho todo lo posible para aproximarnos
a ese valor intangible, conscientes de las dificultades pero apoyados en la
tranquilidad de haberlo intentado, con profesionalidad y rigor.
Como lector que sigo siendo de periódicos
(incluidos los que forman ese especia amorfa y manipulable a la que llamamos
digitales) compruebo, ya sin estupor, que todo eso ha desaparecido. Raúl del
Pozo lo acaba de escribir de forma contundente: “En el fragor político, da
igual mentir que decir la verdad” y pone el ejemplo de cómo “el apogeo de la
ficción y la calumnia se da en Cataluña”. Es claro que el caso catalán viene a
ser el paradigma de la inmersión de todo un colectivo amplio en la más
disparatada rueda de invenciones, falacias y mentidas jamás imaginables, pero
no sólo hay que referirse a ese caso extremo. A mí me gusta mirar sobre todo al
ambiente más próximo, el que mejor conozco y tengo al alcance. Miremos, oigamos
y leamos a los integrantes de la clase dirigente conquense. Resulta ya
verdaderamente pavoroso comprobar con qué impune alegría mienten (o
distorsionan la verdad, que es otra cosa similar) un día sí y otro también. Entre
todos ellos, hay un personaje singular que carece absolutamente de cualquier
reparo a la hora de difundir falacias varias, hasta el punto que uno ya no sabe
si en verdad está mintiendo, o se vive en un mundo de fantasía de donde extrae
las más peregrinas invenciones, sin sustento alguno en la realidad.
Ante eso nos encontramos con una
población desprotegida, carente de los mecanismos necesarios para discernir
entre la verdad y la mentira y ese es, finalmente, el más triste de los
pensamientos, la más amarga de las conclusiones.
O, si prefiere, podemos poner el
broche con una lapidaria, demoledora, frase final de Manuel Vicent a uno de sus
artículos semanales: “Salgan
a ver el cortejo: es el carro de la basura cargado de políticos y periodistas
que van hacia el vertedero”.
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