El otro día, de forma
espontánea, la Asamblea Francesa, que es la madre de todas las asambleas, todos
los congresos y todos los senados, se puso a cantar La Marsellesa. Los
franceses tienen una tendencia natural a cantar La Marsellesa a la primera
ocasión necesaria (recordemos la escena antológica de Casablanca, en el bar de Rik) y no solo tararearla en los campos de
fútbol. Me imagino a los señores diputados del Congreso español poniéndose en
pie para cantar algo que no se puede cantar porque no tiene letra. Pero aunque
la tuviera o simplemente decidieran tararearla, como hacen los fans futboleros,
¿cuántos tendrían el valor de hacerlo? Y en ese caso, ¿qué harían los
discípulos de Artur Mas, Iñigo Urkullu e incluso los de Izquierda Unida? De Sortu
y Esquerra no hay ni que hablar. Y a lo mejor ni siquiera de los futuros
liberadores de este país, los chicos de Podemos, de cuyas intenciones, sobre el
país, el Estado, el himno y otras minucias parecidas no tenemos ninguna
noticia. Dejo volar la imaginación, oigo el canto pausado, melódico, de una
letra inexistente pero, sobre el rumor de las palabras, siento el latido de una
emoción colectiva. Lo que no hay, lo que falta, de lo que ni siquiera hay ganas
de hablar. Entre unos y otros (incluidos todos nosotros) hemos dejado que se
difumine la idea de país, no digamos la de nación, para que yo queden ni ganas
de oír el himno nacional.
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