Desde
hace unos días (y para bastante tiempo por delante) hay montada una curiosa y
valiosa (valga el pareado) exposición cuyo título es más que simbólico, real y
efectivo. De Gráfica y Libros la han
titulado sus promotores, a la vez que comisarios de la muestra, dos artistas y
un escritor, a saber, Miguel Ángel Moset, Perico Simón y José Ángel García,
amparados bajo el paraguas protector de la Real Academia Conquense de Artes y
Letras, insistente en ese empeño utópico tanto como atrevido de aportar a esta
ciudad un toque de sensibilidad, cultura y progreso, todo a la vez y a pesar de
los pesares.
La
exposición tiene un punto nostálgico, como corresponde a todo aquello que hace
referencia a algo que fue y no existe. En la hoja informativa disponible a la entrada
de la sala que posee el Museo de Cuenca, en la calle Princesa Zaida, frente al hotel
Torremangana, se dice de manera expresiva: “Desde los años sesenta del pasado
siglo –especialmente tras la apertura en 1966 del Museo de Arte Abstracto) la
edición tanto de libros de artista como de carpetas de obra gráfica, portfolios
y publicaciones donde plástica literatura se aúnan en estrecha alianza en
ediciones limitadas y numeradas que prestan una especial atención a su
realización formal ha sido constante en Cuenca y ha alcanzado unas cotas tanto
de cantidad como de calidad y continuidad como en muy poco otros puntos del
mapa editorial de nuestro país”.
Eso
fue así (de ahí la nostalgia implícita en este comentario) y algo sigue siendo,
pero no, desde luego, con la pujanza y variedad que hubo en aquella época,
donde brilló la inquietud, la creatividad, el impulso creativo, la
originalidad, en fin, tantos de esos valores que en ocasiones lamentamos haber
perdido o quizá, solamente, se han apagado. Impresiona tanto como conmueve
encontrar en esas paredes y vitrinas nombres que, puestos así, en fila, abruman
por su poder de atracción y que nos sitúan ante un panorama abrumador.
Ciertamente, y eso no se puede obviar, este tipo de trabajos tienen un sentido
claramente minoritario, entre otros motivos porque su adquisición queda
limitada a muy pocos con capacidad económica suficiente, pero esta valoración
crematística no tiene nada que ver con el sentido verdaderamente trascendente
del trabajo realizado por tanta gente a lo largo de casi medio siglo. Y que
viene a ser un punto de gloria, si se me permite este toque de exaltación
localista, para esta sufridora ciudad, en cuya historia interna se acumulan no
pocos pesares y centenares de gestos incomprendidos.
Por
eso está bien que a esta ciudad se le diga y se le muestre esta parcela de
actividad, silenciosamente realizada por un amplísimo grupo de artistas y
escritores, repartidos a medias entre locales y visitantes, hermanados
amistosamente en el empeño común de hacer cosas que merecen la pena mostrar y
conservar.
Por
cierto, y por aquello de poner siempre una pega, he echado en falta una
mención, en algún sitio, a Manuel Osuna, el director del Museo de Cuenca que
puso en marcha el taller de grabado e impulsó el aprendizaje de quienes no
sabían nada de esa técnica y los primeros trabajos realizados.
Hasta el 15 de enero puede uno recrearse con estas exquisiteces del arte y la literatura.
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