Desde
hace unos días y hasta el final de la semana próxima, pasados los avatares del
puente kilométrico que nos espera, puede verse en el Centro Cultural Aguirre
una de esas exposiciones singulares que la fortuna nos depara de vez en cuando.
Porque bien está, naturalmente, conocer las muestras artísticas con las que los
creadores de imágenes pictóricas comparecen de forma periódica para dar a
conocer el fruto de sus últimos trabajos, por dónde van los avatares de ese
camino tan complejo y no siempre satisfactorio, de fácil acogida popular. Pero
también importan estas otras, como la que hoy traigo a esta columna de
comentarista, que nos pone ante los ojos un fragmento de nuestra propia vida
colectiva.
Se
ha comentado hasta la saciedad, estas últimas semanas, que se cumplen 60 años
del estreno de Calle Mayor, la gran
película que filmó y firmó Juan Antonio Bardem (o, como a él le gustaba
escribir, J.A. Bardem) reconstruyendo, recreando, una vieja ciudad castellana,
de la España interior, mediante un habilidoso montaje de escenas de Cuenca,
Palencia y Logroño. Importantísima es la aportación visual de las calles y el
paisaje de Cuenca en esa elaboración artificial de una ciudad innominada
estructurada en torno a una idealizada Calle Mayor, eje existencial y comercial
de la vida humana en esa ciudad.
Lo
que sucedió en Cuenca, hace sesenta años, aparece ahora recogido en esta
exposición, verdaderamente notable y llamativa en su sencillez. Tenemos a la
vista una colección de fotografías en blanco y negro, referidas todas al rodaje
de la película, con algunas de ellas extraídas del propio film. Ahí está el
casco antiguo, la plaza y fuente de Santo Domingo, la hoz del Huécar, la estación
del ferrocarril (la antigua estación, bárbara e innecesariamente suprimida), la
plaza del obispo Valero, pero está, sobre todo, el espíritu de la ciudad, el
carácter de la ciudad, las gentes que entonces poblaban este caserío pequeño,
entrañable, duro, austero, egoísta, cerrado sobre sí mismo. Vemos esas fotografías
y nos encontramos ante el espejo que nos devuelve la imagen de lo que fuimos en
esa hondonada de la historia más reciente que algunos quisieran olvidar o
ignorar y que otros contemplan con mirada divertida, incrédulos, pensando que
aquello no existió. Pues sí, fue y ahí está. Toda una lección, magnífica,
emotiva, entrañable, quizá dolorosa. La imagen de Cuenca renace para que todos
podamos volver a vivir aquel tiempo del que ya apenas si quedan supervivientes
pero que gracias a la magia de la fotografía se recupera como si fuera ahora
mismo.
Quedan
pocos días para vivir esta maravillosa experiencia. Merece la pena.
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