Hoy es miércoles, vísperas del gran día
en que el nuevo (¿nuevo? ¿renovado?) presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, va
a hacer pública la lista de quienes a partir del viernes se sentarán en el
Consejo de Ministros. No me importa reconocer, a riesgo de que se me tilde de
ciudadano no comprometido con las graves cuestiones de su país, de que me
importa un comino el contenido de tal lista de prohombres y promujeres (si
existen los primeros, ¿por qué todavía ninguna líder feminista ha reivindicado
el segundo término?) en la que no espero ninguna sorpresa. Con toda seguridad,
repetirán muchos de los mismos y quizá entre alguien de nueva planta para hacer
bueno el adagio jesuítico de que la mejor forma de cambiar es no cambiar nada.
Sólo una cosa me intriga de esta
zarabanda de nombres a la que juegan los medios informativos, antiguamente bien
informados y en los tiempos que corren tan desconcertados como las encuestas
sociológicas que intentan medir los comportamientos humanos. Sólo una cosa,
digo, y esa cosa es (intento imitar el estilo de José Isbert en Bienvenido mister Marshall) si en un
alarde de progresismo y renovación, el señor Rajoy recupera el ministerio de
Cultura. Si tal cosa ocurre, se habría producido un giro radical en las
costumbres del presidente y de su partido.
El ministerio de Cultura es un invento
de la democracia. Como es natural, a Franco no se le ocurrió ni remotamente
tener tal cosa en sus gabinetes, a pesar de que ya para entonces aparecían
algunos en los países llamados progresistas. Pero tan pronto Adolfo Suárez
formó su primer gobierno, en 1977, allí apareció Pío Cabanillas como ministro
de Cultura, tras haberlo sido de Información y Turismo; el departamento continuó
existiendo, de manera continuada, cuando el PSOE sucedió a la UCD, figurando
entre sus ocupantes uno muy destacado a efectos locales, Javier Solano, bajo
cuya gestión se llevaron a cabo iniciativas tan importantes para Cuenca como el
Teatro-Auditorio, la restauración del Edificio Palafox y la del Archivo Histórico
provincial.
Todo iba más o menos sobre ruedas para
la Cultura hasta que en 1999 llegó el PP encabezado por José María Aznar y el
ministerio fue arrumbado, pasando a ser un apéndice incómodo del de Educación,
uno de cuyos titulares fue, pásmense ustedes-vosotros Mariano Rajoy. La situación
volvió a enderezarse con el retorno de los socialistas, ahora con José Luis
Rodríguez Zapatero como jefe del tinglado gubernamental, que abrió hueco a
ministros poco decisorios pero bien vistos en los ambientes culturales, como
Carmen Calvo, César Antonio Molina y la última y más polémica, Ángeles González
Sinde, cuyo rostro viene a acompañar estas palabras, en una especie de póstumo
homenaje al incómodo ministerio que va y viene como las olas del mar.
De manera que entre 2011 y 2016 no ha
habido ministro de Cultura, sino un secundario llamado secretario de Estado,
con más buena voluntad (José María Lassalle) que efectividad, sobre todo si por
encima de él tiene a un personaje tan funesto como José Ignacio Wert,
felizmente evaporado al dolce far niente parisino donde se recupera de sus
desaguisados ministeriales.
La cuestión, ahora, es ésta: ¿volverá a
existir un titular de Cultura sentado en igualdad de condiciones entre los
tertulianos del consejo de ministros? ¿Llevará Mariano Rajoy su voluntad de
cambio hasta el extremo de caer en la cuenta de que existe algo llamado
Cultura, merecedora de tener el mismo rango que las carreteras, las
enfermedades, los estudios de primaria o la dependencia?
La solución, mañana. Se admiten
apuestas y porras.
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