Entro en una cafetería, con un
par de amigos, con la sabia intención de hacer lo que propiamente corresponde a
establecimientos de ese nombre, o sea, tomar un café. El ambiente es agradable,
sosegado, con un nivel acústico algo inferior a lo que es habitual por estas
latitudes, donde lo normal es que todo el mundo hable a voz en grito. Quizá es
así porque aún no hay demasiada gente: se ve que no es todavía la hora de que
los funcionarios de alrededor salgan a disfrutar del asueto horario que les
corresponde. Así y todo, el local está bien de público.
Nos
quedamos en la barra, intercambiando las correspondientes palabras de cortesía
con el amable camarero, conocido de todos nosotros. Miro distraídamente
alrededor. A un lado de la barra, una pantalla de televisión reproduce imágenes
de lo que parece una tertulia de actualidad, una de tantas. Se ve a los actores
de la comedia hablar y gesticular pero apenas se oye lo que dicen, aunque se
puede adivinar gracias a la sucesión de inagotables subtítulos que van desfilando
por la parte inferior de la pantalla.
Me giro un
poco y más allá hay otra pantalla, con otra cadena que está transmitiendo un
partido de fútbol. Aunque ya se que en este país se juega al fútbol todos los
días y a todas horas, me parece que no es fácil que ese sea un partido de
verdad, en directo y, en efecto, en determinado momento se nos dice que se
trata de un encuentro del campeonato del mundo de Brasil. Es una forma como
otra cualquiera de llenar el tiempo.
Doy la
vuelta y observo que al fondo, en un rincón, sobre las mesas, hay otra pantalla
en la que se recogen las contorsiones y evoluciones de un par de mozalbetes con
sus guitarras (o lo que sea que retuercen entre las manos) interpretando, creo
deducir, una pieza musical, igualmente inaudible. Intentando descifrar el
logotipo situado en la parte inferior deduzco que se trata de una emisora
musical.
En la pared
de enfrente, la pantalla reproduce mensajes publicitarios. Es fácil deducir que
pertenece a la empresa Playthenet que, dicen, ellos mismos y los demás, ha
venido a este mundo para, desde Cuenca, revolucionar la publicidad exterior y
al parecer lo están logrando. Mejor para ellos.
Estoy
intrigado tras este recorrido visual y lo continúo, ahora ya de manera
consciente. Aún hay otra pantalla, con busto parlante que debe estar leyendo
noticias, porque pertenece al canal 24 Horas de TVE. Pero no es la última:
queda una sexta, misteriosamente apagada, a oscuras.
Nadie hace caso de lo que está
sucediendo en estas pantallas, ni de lo que se dice, se interpreta o se vende,
pero ahí están. Por otro lado, tampoco se oye absolutamente nada. Están a un
volumen bajo, discreto, y el de la sala lo apaga por completo.
El término horror vacui fue
acuñado por los historiadores del arte para significar aquellos movimientos
estéticos (el caso del barroco es ejemplar) que aspiran a cubrir con imágenes
absolutamente todo el espacio disponible en el cuadro, la escultura, la pared o
lo que sea. Es paradigmático su recurso por el arte islámico pero también en
numerosos artistas contemporáneos. Pedro Merecedes lo hacía en sus figuras de
barro, en las que iba grabando líneas y figuras hasta cubrir todo el espacio
disponible.
No se cómo se le puede llamar al
equivalente sonoro, pero eso es lo que pasa en estos locales, temerosos de que
en ellos se haga el silencio que compensan llenándolo de ruido e imágenes, a
los que nadie hace caso. Pero ahí están, cubriendo las paredes.
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