Mientras
escribo estas líneas, orientadas a incorporarme al grupo de quienes a lo largo
de medio mundo ponen a parir, con mejor o peor estilo, a la banda de necios que
toma las decisiones sobre el premio Nóbel de Literatura, tengo de fondo la música
y las palabras que Bob Dylan escribió para la banda sonora de Pat Garret and Billy the Kid, la primera
ocasión en que colaboraba con su obra creativa en una película. La oigo con el
mismo placer que siempre, realmente impregnado por unas melodías
inconfundibles, muy dylanianas, que en el ambiente sórdido recreado por el
director, Sam Peckinpah, encontró la inspiración necesaria para que su mente
fluyera libremente, enriqueciendo una película ya de por sí magnífica.
Pat Garret and Billy the Kid fue rodada en 1963 y, en principio, el encargo era
que Dylan escribiera un par de canciones, pero cuando Peckinpah las oyó decidió
que ese era el tono deseado por él para todo el relato fílmico y le pidió la
totalidad de la banda sonora que de ese modo se convirtió en su primer trabajo
para el cine (en el que, por cierto, también actuó como actor, en un pequeño
papel). Hay ahí tanta inventiva musical como capacidad creativa para recrear
con la guitarra y la armónica el terrible mundo en que se desenvolvieron
aquellos dos personajes, entre la crueldad y la muerte hasta configurar su
leyenda. Pero hay también poesía, mucha poesía, la que Dylan, sin duda alguna,
lleva dentro y nos viene transmitiendo desde hace medio siglo a través de la música.
Digo
bien y me reafirmo: a través de la música, no de los libros, no de la
literatura. Se le pueden dar -y ya los tiene- docenas, cientos de premios
generados por el mundo de la música pero es ridículo uno de literatura que solo
se puede entender por el afán inmoderado de los promotores del Nóbel de estar
en candelero. Lo vienen haciendo, desde siempre pero sobre todo en los últimos
años, buscando personajes desconocidos y entrando en las literaturas de países
exóticos, por aquello de llamar la atención y buscar la reacción maravillada de
los críticos, obligados a investigar como locos quien es el sujeto en cuestión
elegido en ese año o qué sabe del ignoto país del que procede, pero esta vez
han rizado el rizo. Como si no hubiera literatos en el mundo, se meten en
territorio ajeno para buscar un músico al que, de golpe y porrazo, han
transformado en escritor, solo por ese afán inmoderado del jurado de llamar la
atención. Y, ciertamente, lo han conseguido.
Yo
sido escuchando las baladas de Dylan para una película memorable. Por cierto
que, como es también pertinaz costumbre en los críticos, pocos, por no decir
ninguno, valoraron esa banda sonora a la que dedicaron algunos improperios. Allá
ellos. La música -insisto, la música- de Dylan es una maravilla y en estos
momentos me envuelve dulcemente para que personas como yo sigamos siendo fieles
a su trabajo, sin considerar las tonterías que hacen los del Nóbel.
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